Comida light
COMPARTIR
Para Jesús y Alberto, proveedores involuntarios de la inspiración
Todos lo saben: el quinto jinete del apocalipsis cabalga, en nuestros días, fragmentado a partes más o menos desiguales, en las humanidades de todos nosotros y, particularmente, a lomos de los mexicanos, raza propensa a conquistar todo primer lugar planetario de dudosa reputación.
Me refiero, como cualquier lector avispado habrá adivinado ya, a la obesidad, la pandemia más importante de la posmodernidad según diagnóstico ampliamente compartido por especialistas de las más diversas latitudes.
Frente al problema, una miríada de remedios -más o menos eficaces los unos, más o menos fraudulentos la mayoría- han sido ideados por habitantes de las más variopintas especialidades: desde psicólogos hasta astrólogos, todo mundo tiene -o cree tener- la fórmula infalible para deshacernos de esa parte de nosotros que ha sido condenada por aclamación al cadalso: los kilos de más (en los lugares inadecuados, debe precisarse).
Ejercicios, masajes, terapias de la más diversa factura, abluciones, unciones, punciones, succiones (y otros iones) se ofrecen al respetable como fórmula infalible para aliviar sus males y poner fin a su calvario.
Destacan, en el abanico de recetas para liquidar los excesos adiposos, las dietas. Su taxonomía es virtualmente infinita y se les puede clasificar desde muy diversas aproximaciones: las hay ligadas a los movimientos estelares; ancladas a la utilización privilegiada o la supresión de ciertos grupos alimenticios; basadas en declararle la guerra ya a los carbohidratos, ya a las grasas, ya a las proteínas pertenecientes a un determinado reino que las hay para todos los gustos, pues.
Más allá, sin embargo, del fundamento filosófico, teológico, esotérico, astrológico, místico o fisiológico en el cual se base una dieta, todas comparten un objetivo: están pensadas -salvo la excepción que confirma la regla- para hacernos perder peso.
La ecuación es sencilla: uno ingiere una cantidad menor al volumen de calorías requerido para sobrevivir cada día (dos mil en promedio) y la aritmética fisiológica se encarga del resto.
Sencillo de plantear, difícil de lograr como bien pueden atestiguarlo millones de individuos -quien esto escribe incluido- que cotidianamente se someten a dieta con el propósito de disminuir la volumetría en la cual hemos logrado inbuirse.
Más allá de las dietas, el camino hacia la batalla con la báscula comienza con una cierta intuición fomentada por la mercadotecnia y reforzada por nuestra natural tendencia a la búsqueda de una solución eficaz pero sin dolor: quizá logremos mucho si adoptamos una reglita sencilla: ingerir alimentos light.
La idea parte de un razonamiento impecable: uno puede ingerir el mismo volumen de alimentos, pero si estos son light, pues claramente estaría ingiriendo una cantidad menor de calorías y eso necesariamente debe traducirse, por lo menos, en no ganar más peso.
Por regla general, uno debería aceptar sin más la lógica del argumento y suscribirse de inmediato a esa suerte de religión primaria que abjura de las grasas saturadas (mono-poli-trans y toda esa lista de ininteligibles prefijos), los carbohidratos, el azúcar, los lácteos y, en síntesis, de todo aquello capaz de excitar a nuestra papilas gustativas.
El enciclopédico abogado Arredondo, osease mi carnal, resumió un día de forma brillante la fórmula de lo light como método dietético: si le gusta, escúpalo.
De espaldas a la regla general, sin embargo, quienes gustamos de complicarnos la vida no dudamos en lanzar cuestionamientos sobre la naturaleza de lo light, es decir, queremos saber cómo se define o, mejor dicho, cómo es posible separar lo light de lo no-light.
¿Dónde se ubica, por ejemplo, la frontera entre un platillo light y uno que ya no lo es? ¿Cómo saber que la siguiente pizca -cucharada, porción, pieza, taza o unidad- de determinado ingrediente nos colocará en el territorio de lo indeseable en términos calóricos, en el terreno de lo no-light?
Se trata de un asunto en exceso complicado, incluso desde las aproximaciones de métodos tan didácticos como la dieta de los asteriscos
En la semana, sin embargo, tuve la oportunidad de atestiguar un episodio iluminador, por su simpleza, a la fórmula para establecer la frontera entre lo light y lo no-light. Fue un diálogo más o menos así:
âLe entraste con ganas al desayuno, mi amigo âdijo un comensal a otro en su misma mesaâ: y ese omeletito del final
â¡Pero lo pedí light! âreplicó de inmediato el aludido y procedió a arrojar luz sobre las tinieblas de mi ignoranciaâ: lo pedí sin jamón.
¡A weeeebo!, díjeme para mis adentros: ahí está el santo grial de la alimentación light: consiste en no incluir jamón en el desayuno Dejen nomás averiguo si el jamón de pavo sí se vale.
¡Feliz fin de semana!
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3