Aquí y ahora
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Ahora estoy en el templo de San Juan Nepomuceno. Soy niño, el día de mi primera comunión. El buen padre Secondo nos ha dicho que éste es el día más feliz de nuestras vidas. (Sin ánimo de contradecirlo, y dicho sea con el mayor respeto, he tenido otros días mucho más felices. Y noches también).
Voy con mi trajecito blanco en la fila de niños del colegio. La señorita Petrita, la señorita Graciela y la señorita Amador cuidan de que todos llevemos las manitas juntas. Nos habla el padre Secondo desde el púlpito. Apenas podemos escucharlo: su voz es ronca y débil, trabajosa. Fue capellán del ejército italiano en la Primera Guerra Mundial, y respiró en las trincheras el humo de los gases asfixiantes.
Alzo la vista y miro al santo que ocupa el nicho principal en el altar mayor. Ese santo es San Juan Nepomuceno. Nunca decimos “Nepomuceno”. Llegamos nomás hasta San Juan.
-¿De dónde vienes?
-De San Juan.
Ni siquiera Lucita López dice:
-Vengo de San Juan Nepomuceno.
Y es que no hay en Saltillo otro San Juan.
El padre Quiñones, un jesuita con cara de jesuita, nos ha contado la historia de San Juan Nepomuceno: se negó a revelarle al rey lo que la reina le decía en el confesonario, y el monarca, en venganza, ordenó que lo ahogaran en el río. Luego el padre Quiñones nos muestra un libro con la biografía del santo. El libro se llama “Un mártir del secreto de la confesión”.
¿Cuánto hace de aquel día que dije? 70 años. Un ratito. Ha pasado ese rato como pasan las aguas de los ríos. Y ahora yo estoy en un río. Es el Moldavia, en Praga. Camino por el puente del Rey Carlos. Ese puente es, a mi ver, el más bello del mundo. Aquel que no lo ha visto no ha visto ningún puente, así haya cruzado por todos los del Sena, o por el Rialto de Venecia, o por aquel del Tíber que lleva al castillo de San Ángel, o por el Golden Gate de San Francisco.
Este puente de Praga está adornado con 30 hermosísimas estatuas. Son estatuas de santos todas ellas. Está San Cristóbal, el que cargó sobre sus hombros al Niño Dios para llevarlo al otro lado de otro río. (“Un poder tan sin segundo / Cristóbal, reside en vos, / que, cargando al mundo Dios, / vos cargáis a Dios y al mundo”). Está San Ivo, patrono de los abogados. (Rezaba un dicho medieval: “Advocatus et non latro? Res miranda populo”. “¿Abogado y no ladrón? Eso es algo de lo que la gente se sorprende”). Está San Francisco de Borja, que renunció a las vanidades del mundo al ver el cuerpo de la amada muerta comido de gusanos. (En ninguna parte del mundo la muerte es tan muerte como en España, y tan aleccionadora. Al sepulcro de los reyes en El Escorial se le llama “El pudridero”). Está Señora Santa Ana, la mamá de la Virgen. Ella enseñó a su hija a leer y a bordar. Los dos son bellos aprendizajes, y útiles. Otros santos hay ahí que acá no conocemos, pero que allá conocen bien: Santa Lutgarda; San Félix de Valois, Santa Ludmila... Y un santo con alburero nombre: San Metodio.
Ahora vemos la estatua de San Juan Nepomuceno (Ya estoy hablando como guía de turistas). Es la estatua más visitada entre todas las del puente. Fue erigida en el lugar preciso desde el cual el confesor fue echado al río. Delante de ella vuelvo a ser el niño que hizo la primera comunión en el templo de San Juan Nepomuceno... ¡Qué pequeño es el mundo! Y eso no es nada: ¡qué pequeña es la vida!