Amistad y Navidad
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Faltan unos cuantos días para que llegue la Navidad y pensé, entre otras cosas que no debía dedicarles a los políticos ni a sus aberraciones un artículo más, sobre todo en estos momentos. Y ya perdí tres líneas.
En otros tiempos se ponía uno un poco tierno en los días navideños. El ambiente cambia, es cierto, y traemos una larga cola de tradiciones que pesan mucho, sobre todo en los ánimos. Hay demasiadas imágenes, música prescrita que de una u otra manera nos arrastra hacia el recuerdo a menudo nostálgico. Hay, sobre todo, un imaginario nutrido de abrazos, comidas, bebidas, conversaciones y obligaciones. Hay, así mismo, gastos forzosos, regalos casi obligados, excesos de los comercios y un sinnúmero de gente pidiendo su Navidad. Todo es parte de lo mismo: una fiesta que originalmente era de y para los niños y que ahora es un pretexto más para chocar las copas, engordar un poco y jugar al magnánimo, lo que resulta más bien socarrón.
Poco después de la Segunda Guerra, un obispo y todo su equipo sacerdotal, incluyendo a las múltiples escuelas católicas de hermanos y monjas, decidieron que el Santoclós era nada menos que una clara herejía, puesto que había venido a suplantar al Niño Jesús. Organizaron frente a la gran Catedral de Dijon (enorme masa de piedra de un gótico pesado, pero hermoso; lo que es, casi, contradictorio) la quema de la efigie del famoso (en Francia) Papá Noël (nombre de Santoclós). Fue llevada la imagen al suplicio ante la mirada curiosa de los parroquianos, los aplausos de los niños y los discursos incendiarios del obispo y el párroco. El resultado: toda Francia los hizo pedazos, se burló de ellos y perdieron el pleito ante una prensa alborotada. La Iglesia de Dijon entendió (o tal vez no) que los mitos traen un cúmulo de significados que no siempre son conscientes ni racionales, pero que el pueblo los adopta. Un especialista recordó que ese mono rojo, muy gringo, era un recuerdo del obispo de Bari, San Nicolás, quien, entre otros milagros, había resucitado a dos niñitos que un tabernero tenía en salmuera en sendos barriles y que con su carne ofrecía sabrosas tortas de niño a los caminantes. Tras resucitarlos les hizo regalos: Santoclós había nacido. ¿Tan pronto?, no, por supuesto, sino que ese mito venía de otro más lejano que asimilaba a un determinado espíritu de los árboles, mismo que tenía por encargo la protección de los infantes: he ahí el pino navideño. Total, no tengo manera de seguir el largo camino de esa antigua tradición. Usted es dueño de investigarlo o pensar en un relato mejor.
Algo que la Navidad trae consigo es el recuerdo de los amigos y de la convivencia con ellos. No es necesario repetir que la amistad es, antes que nada, un misterio. Ésta se da o no se da y tampoco puede forzarse. Por eso resulta trivial llamar amigos a todos, porque no lo son. La amistad es el fruto de casualidades, de relaciones inconscientes, de convivencia y, en especial, de conversaciones. El Zorro informa al Principito que si le dice que vendrá a la hora tal desde antes empezará a sentirse emocionado. Para el Zorro el trigo que se mece le recuerda los cabellos del muchachito y lo pone nostálgico. San Agustín, siguiendo a Ovidio y éste a Aristóteles, dice que la amistad es tener un corazón en dos cuerpos. La idea de Emerson también abreva en lo mismo y lo hace, con la fuerza que le es característica, Walt Whitman. En la práctica el mordaz Jorge Luis Borges supo bruñir su larga conversación con Bioy Casares y estirarla hasta el día de su muerte (ese día habló con él.)
Fuera de lo escrito por ellos y varios más, el tema conlleva a un sinnúmero de experiencias de vida que son algunas de las más bellas que pueda uno recordar y desear. Con un amigo nunca se tiene la conciencia de perder el tiempo. ¿Por qué?, porque la pérdida siempre será ganancia y porque es el elemento que otorga un plus a la vida. No concibo el mundo sin amigos. Los tengo muy buenos. Son el pan y la sal y la risa y la reflexión y el pleito y la discusión y el perdón y, también, el cariño.