Venenos silentes
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Hace 25 años se pensaba que las conclusiones de los investigadores ambientales eran alarmistas, ahora la situación se ve peor de lo que parecía
Comencemos con dos de los venenos silenciosos más famosos de la historia reciente: los CFCs y el DDT.
El químico estadounidense Thomas Midgley, desarrollador de los clorofluorocarbonos (CFCs), que llegaron a ser ampliamente usados en la refrigeración, falleció en 1944 con la satisfacción de haber realizado “un gran servicio a la humanidad”.
Los CFCs, utilizados en los cuartos fríos de la industria y en los refrigeradores caseros, estaban desempeñando un papel importante en la conservación de los alimentos y, por lo tanto, en la lucha contra el hambre en todo el mundo. Aparte de que hacían más agradable el ambiente a través de los aparatos de aire acondicionado que refrescaban el interior de los vehículos, de las viviendas y de las oficinas.
Dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, se descubrió que los CFCs eran los principales responsables de la destrucción de la capa de ozono que rodea la Tierra y protege a los humanos de los peligrosos rayos ultravioleta procedentes del Sol.
Razones por las cuales los CFCs dejaron de producirse
El otro veneno silencioso, conocido como DDT (dicloro difenil tricloroetano), había llegado de la mano del suizo Paul Hermann Müller, Premio Nobel de Medicina en 1948, quien tuvo peor suerte, ya que murió en 1965, tres años después de que el libro ‘La primavera silenciosa’, escrito por la bióloga marina Rachel Carson, pusiera de manifiesto que el DDT un insecticida que resultó muy eficaz en la lucha contra los zancudos que propagaban la malaria y la fiebre amarilla, había contaminado a todos los habitantes y rincones del planeta. Y pese a que fue prohibido en los años ‘70s, todos los seres humanos seguimos siendo portadores de ese compuesto.
El DDT está hoy presente en las placentas, los cordones umbilicales y la leche con que las madres amamantan a los bebés.
En fin, como consecuencia de los dos ejemplos mencionados uno se pregunta, ¿es posible hacer un uso sostenible de los productos químicos que se crean para mejorar nuestra calidad de vida y, al mismo tiempo, disfrutar de un planeta sin riesgos para la salud? ¿Podemos seguir vertiendo al medio ambiente todo aquello que nos sobra, como si la Tierra fuese un sumidero sin fin?
Los nuevos villanos
Las nuevas técnicas de análisis, capaces de detectar concentraciones de sustancias químicas que antes pasaban inadvertidas, han puesto al descubierto un nuevo universo contaminante, propio de nuestro estilo de vida, que se propaga en el aire, en el agua y en los alimentos.
Los científicos punteros en el fenómeno advierten que nuestra exposición creciente y masiva a esos compuestos está contribuyendo al aumento de los cánceres, a la caída de la fertilidad y a crear las superbacterias resistentes a los antibióticos.
De hecho, estamos expuestos a sustancias capaces de alterar nuestro sistema hormonal y de causarnos problemas de salud de efectos inesperados, indeseables e irreversibles.
Como es el caso de los ‘disruptores endocrinos’, sustancias ajenas al cuerpo que alteran el equilibrio hormonal y contribuyen a la feminización, al hermafroditismo y a la masculinización, pero también a las malformaciones fetales, al desarrollo de cánceres asociados al equilibrio hormonal —mama, próstata, ovarios—, al aumento de la infertilidad y al crecimiento de tejido endometrial fuera del útero (endometriosis). Sin dejar de mencionar que la cantidad de espermatozoides presentes en el semen cayó 50% durante el periodo 1940-1990.
Un enfoque equivocado
Antiguamente se creía que el peligro de las sustancias dependía solamente de la cantidad que se usaba de ellas. “El veneno está en la dosis”, dejó escrito el médico alquimista suizo Teofrasto Paracelso, hace 500 años. Pero hoy sabemos que los contaminantes pueden ser dañinos incluso a muy bajas concentraciones.
“Una parte preocupante de los trastornos y enfermedades crónicas o degenerativas, como las cardiovasculares, la infertilidad, la diabetes, el párkinson y el alzhéimer, obedecen a las mezclas de contaminantes artificiales”, asegura Marién López de Alda, del Consejo de Investigaciones Científicas de la Unión Europea.
“Esas mezclas de contaminantes las llevamos en nuestro cuerpo porque estamos expuestos a ellas de forma continuada y acumulativa.
“Los vehículos de penetración de esos contaminantes a nuestro cuerpo son los alimentos, el aire y el agua, cargados de sustancias que perturban nuestra fisiología, dañan nuestro sistema nervioso y lesionan nuestro ADN.
¿Qué hacer?
Dar marcha atrás a los hábitos de consumo parece un contrasentido. ¿Acaso podemos prescindir de los plásticos y de los aditivos que se han vuelto indispensables para sustentar nuestro estilo de vida? ¿Estaríamos dispuestos a prohibir la píldora anticonceptiva, que depende de los estrógenos sintéticos?
Afortunadamente, ya se retiró del mercado el Vioxx, un antiinflamatorio cardiotóxico, que mató a miles de personas. Y parece obligado que otros fármacos como la carbamazepina (para el tratamiento de la epilepsia), el diclofenaco (analgésico) y el clotrimazol (antimicótico),pasen a ser considerados sustancias peligrosas debido a su extrema ecotoxicidad.
Pero, más allá de las prohibiciones puntuales, se puede mejorar el enfoque de salud pública, y las prácticas usadas por los agricultores y ganaderos.
Y hay que hacerlo porque hoy vivimos instalados en la paradoja de que cuanto más nos preocupamos por nuestra salud, y más limpiamos nuestros hogares, más contribuimos a propagar las sustancias tóxicas.