Una casa
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La casa es bella, y es antigua. La casa es bella porque es antigua. Algo de conventual tiene esa casa cuya fachada parece esconderse de las otras. Tras un enrejado, una pequeña escalinata conduce a la puerta. Se abre ésta a un pequeño corredor con una vidriera a través de la cual se mira un patio. En el patio hay una fuente, igual que en las canciones.
A la izquierda se hallan las habitaciones de la casa. Ahora están en penumbra, pues los postigos de las ventanas se han cerrado a la resolana de la tarde. Pueden verse, no obstante, las paredes llenas de cuadros y los muebles: la espaciosa mesa; el fornido trinchador; el vasar, alto como una iglesia. En la sala hay dos sillones forrados en cuero de color oscuro. Son sillones hombrunos, masculinos. Los ocupan dos señores, solemnes en sus trajes de negro casimir. Fuman esos señores lentamente; de vez en cuando consultan sus relojes de bolsillo, unidos a un ojal del chaleco por una cadena de oro. Fuman esos señores, ya lo dije. Se va el humo de sus cigarros, como el tiempo, y en él se van las horas, como el humo.
¿De qué hablan esos graves caballeros? De negocios. En esos sillones no se puede hablar de otra cosa. De negocios hablan: de hipotecas, cosechas, réditos, fincas, inversiones... Encima del escritorio hay escrituras, grandes libros de cuentas, papeles sueltos de ésos que atan lo mismo a quien los da que a quien los recibe.
Hay retratos en esa sala; muchos retratos. Nadie los mira, pero ellos ven a todos. Son los antepasados. Ése es el tatarabuelo; aquél es el abuelo; éste es el padre... Los tres nos miran a los ojos, y nos siguen con la mirada a donde vamos. Los antepasados siempre nos siguen a donde vamos. No nos mira, en cambio, esta linda muchacha que tiene en las manos un abanico cerrado. No sabía qué hacer con las manos cuando la retrataron, y el fotógrafo dijo a su mamá:
-Préstele su abanico.
Por eso la señorita tiene un abanico entre las manos. No lo mira, ni nos ve a nosotros. Tiene puesta la mirada en algo que nada más ella ve. Esa jovencita murió a los 17 años, seis meses después de que la retrataron. Su madre ya nunca volvió a usar el abanico: lo vemos en aquella mesita que está allá. Ahí está siempre el abanico, cerrado como cuando lo tuvo en sus manos la muchacha.
Miremos ahora un cuadro. Es un óleo, y representa un paisaje: por el camino van las ovejas guiadas por dos pastores, él y ella, tomados de la mano. Hay un pequeño lago donde se reflejan las nubes. Las nubes son blancas, como las ovejas, pero no tienen pastor. A las nubes nadie las guía, ni siquiera en los cuadros. Al fondo se ve el caserío, y sobre las casas el campanario de la iglesia. Todo en el cuadro es paz, como en la casa.
No habíamos visto este pequeño mueble en el rincón. Ese mueble se llama “rinconero”. No sirve para nada, como sirven la mesa o los sillones; por eso es más gracioso. Quizá no dije bien: el rinconero sirve para poner cosas en él. Pero esas cosas no sirven para nada. Entonces no es injusto decir que el rinconero tampoco sirve para nada. En él hay figurillas de porcelana; pequeños objetos de cristal, frágiles y quebradizos; diminutas muñecas vestidas de manola o de china poblana, y una esfera en donde se refleja toda la habitación como en un espejo curvo.
También nosotros nos reflejamos en la esfera, y parece que somos, nosotros también, objetos en ese mueble lleno de cosas que no sirven para nada...