Una carta desconocida de Julio Cortázar
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A Rafael Cessa
Estoy en la casa de Angélica de Icaza. Libros antiguos, libros jóvenes, libros niños. Libros, libros, libros en su estudio a donde llegan a asomarse, pegaditas al cristal del amplio ventanal, las hojas de una larga y verde cabellera que nace en su jardín.
Ella escribe y lee. O lee y escribe. No importa el orden. Y comparte sus lecturas en un círculo de personas que acuden a su casa en Coyoacán. Juega a abrir libros al azar, a ver qué dicen esos oráculos elegidos.
Angélica es su corazón llamado Dariana que vive en Argentina. Es eso y los gatos que rondan la casa. Los gatos que amaba también su entrañable Cortázar. Ella es un álbum de pétalos encendidos que ha viajado para encontrarse con el amor, todo el tiempo.
Mujer intensa en su mirada, en su plática y en su risa.
Mientras conversamos con Zamaddi. Rafael, quien me ha invitado a conocerla, desaparece y vuelve con una fotografía para mostrar: es Angélica; nos contempla delgada y de mirada decidida. Es hermosa, como lo es hoy, pero de otro modo, de esa forma en la que solo le ocurre en la juventud a ciertos seres.
Allí estuvimos, como si nos conociésemos de antaño, tomando gotas de vino y sangre. Yo miraba el humo elevarse en la habitación, formaba un tenue encaje de niebla. Estaba hechizada por los relatos de Angélica.Y entre esas historias, hace muchos años, en un país extraño, ella arrancó una lámpara del techo en un hotel, embriagada por el desamor. Imagino su cuerpo delgado, colgado de la lámpara, forzando el metal. Pienso que al lograr echarla abajo, se quitó del alma, por unos instantes, aquella pregunta que no ha podido responder.
En su casa hay objetos e imágenes que susurran desde el pasado, y entre ellos, enmarcada, hay una carta con una caligrafía inconfundible. Allí está también el sobre con los sellos desde París y una fotografía donde posa Angélica junto a Julio Cortázar y el director de la Editorial Nueva Imagen. Ella trabajaba en la editorial del gran cronopio.
Le pido que me lea esa carta. Y empieza a decirla: “París 11 de marzo de 1982. Querida Angélica: Me llegan muy hondo muy hondo tus poemas, aunque como siempre, sea tan difícil hablar de poesía. Hablarla es como matarla. Habría qué intentar otra manera de transmitir lo que se siente, acaso otros poemas, esos que no seré capaz de escribir ahora. En ti hay algo poco frecuente, la intensidad, tanto en tu mirada, tus gestos, tus silencios, como lo que escribes, donde alcanza su punto más hondo y más bello, tal vez por eso te pido que no calles, que no dejes de escribir poesía y te lo digo con la esperanza de ser siempre tu lector. Tu amigo que te abraza, Julio.”
Ríos de historias. Ríos de cordura y locura. Historias de trenes, de bodas que no fueron y de amores que sí. Seguro Julio escuchaba hechizado sus relatos y su vida, pues cuando se veían, él le pedía más y más historias, mientras guardaba silencio ante el asombro y gusto de Angélica. Seguro por eso, en aquel tiempo, Julio le escribió. Y seguro es Julio, desde esa hermosa caligrafía, quien le anima a no callar. Y allí está, escribiendo. Y aquí estoy yo, escuchando de su boca “La piel del humo”, uno de sus poemas: “Con esta ortografía de palabras insomnes / desde la piel te escribo / en el desorden / Desde la boca que inventó tu boca / lanzo señales de humo / para alcanzar tu oído que dormita / el lenguaje nocturno de la almohada / Te estoy hablando desde la piel del humo / el humo que me estalla en los pulmones / el grito / el vaso de jerez que se derrama / Escribo desde las cicatrices de mi historia / rodeada de fantasmas prescindibles / los símbolos/los nombres / la distancia precisa de los mitos / te estoy hablando desde la piel desnuda / desde la piel del humo / desde la piel / te escribo.” No
Angélica, no calles. También lo pido yo, y seguramente, los lectores de esta columna. Sigue con tus incendios sobre la piel.
claudiadesierto@gmail.com