Un guapo señor
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Era joven.
Era apuesto.
Sabía vestir muy bien.
Tenía dinero.
Y –pongamos la cereza en el pastel– era poeta.
Don Salvador Bermúdez de Castro –hasta el nombre tenía sonoroso– fue ministro o embajador de España en México. Presentó sus cartas credenciales el 13 de marzo de 1845, al mismo tiempo que se despedía su antecesor, don Pascual de Oliver. Tres años y seis meses había durado don Pascual como ministro plenipotenciario en nuestro País, y al regresar al suyo lo hacía llevando consigo el afecto y buena voluntad de los mexicanos.
Lejos estaban ya los días aciagos en que los extremistas liberales, movidos por las torpes, habilísimas insidias de Poinsett suscitaron la malquerencia del pueblo contra España. En el olvido quedaron los mutuos agravios que el hijo y la madre se habían infligido: la expulsión de los españoles en el 27; la absurda expedición del tontiloco español don Isidro Barradas en el 29... Después, venturosamente, las dos naciones enmendaron sus planas: España reconoció (aunque tardíamente) la independencia que a México dio Iturbide, y los mexicanos dejaron de ver en España el mayor riesgo para su libertad.
Una serie de excelentes embajadores españoles sentaron las bases para esa armoniosa relación. Entre ellos estuvo el señor Calderón de la Barca, don Ángel, que trajo consigo a su hermosa e inteligente esposa, la irlandesa doña Frances Erskine Inglis, a quien él llamaba Fanny y nosotros llamamos madame Calderón de la Barca, pues con ese nombre firmó su interesante libro “La Vida en México Durante una Residencia de Dos Años en ese País”. Esa obra es un precioso documento indispensable para el conocimiento de nuestra historia en un período crucial del antepasado siglo. Todos los períodos del antepasado siglo, y también los del pasado, han sido bastante cruciales en nuestra historia, lo mismo que el acontecimiento electoral que tendrá lugar el próximo año.
Fue grata la estancia en México de los esposos Calderón de la Barca; ambos dejaron memoria amabilísima, pues don Ángel era pródigo señor, y doña Fanny era culta, simpática y afable. Sin embargo, ni siquiera ellos llamaron tanto la atención y levantaron tan gran interés como don Salvador Bermúdez de Castro. Leamos lo que el Diario del Gobierno escribió acerca de él:
“... La curiosidad de conocer al esclarecido poeta cuyos cantos había admirado y aún admira Méjico, atrajo porción de gentes al salón de recepciones: la decorosa y gallarda presencia, el noble ademán y la voz armoniosa del joven ministro, complacieron sobremanera: esperamos que su conducta pública no desdiga del alto concepto que como literato nos merece...”.
Don Salvador no tardó en formar parte de las mejores tertulias de la capital. En todos los salones se le recibía con gusto, pues su sola presencia ya era adorno, y más si –como hacía siempre, pues no se negaba nunca– recitaba sus versos, llenos del romanticismo que ya se insinuaba en esa época y que comenzaba a sustituir los tonos acartonados y fríos del neoclasicismo.
Pese a todas sus virtudes y cualidades, los liberales mexicanos nunca apreciaron a Bermúdez de Castro, quizá por ser español. Los liberales, ya desde tiempos de nuestro tremebundo paisano don Miguel Ramos Arizpe, vieron siempre con malos ojos a los españoles a causa del agravio que nos hicieron al darnos lengua, cultura y religión. Sin embargo, los propios liberales de la segunda mitad del siglo antepasado sintieron extraordinaria simpatía por los norteamericanos, quizá por la delicada cortesía que nos extendieron al arrebatarnos más de la mitad de nuestro territorio en una guerra injusta. Esa simpatía por los yanquis la tuvo, por ejemplo, don Benito Juárez, que a los americanos debió en buena parte –por no decir que en toda– su triunfo sobre los conservadores. ¡Pobre México! ¡Tan cerca de los Estados Unidos –y de Trump– y tan lejos de la verdad histórica!