Tres visiones agónicas
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La religión y el arte comparten el mismo cromosoma de la fe, creer que hay algo más allá de una figura o de los brochazos que manchan un lienzo, nuestro colaborador aborda este tema, específicamente de las representaciones de la crucifixión
“No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera”
¿Anónimo?
I
Fue el escritor mexicano Sergio Fernández, autor de las novelas “Los peces” y “Segundo sueño”, entre otras, y de un grupo de memorables ensayos sobre escritores de los Siglos de Oro españoles, quien me hizo comprender la intensidad de un pintor como el alemán Matthias Grünewald (¿1475?-1528).
Sergio daba un Curso largo sobre Novela Lírica y/o Neobarroco -no estoy muy seguro- en el Departamento de Posgrado de la Universidad Autónoma de Nuevo León. De lo que estoy bien seguro, y lo recuerdo perfectamente, es del impacto que produjo en mí su esclarecedor comentario sobre una de las obras más hermosas y anímicamente devastadoras de Grünewald: su célebre “Retablo de Isenheim”, donde puede verse, entre otras imágenes, una Crucifixión tan verosímil que resulta doloroso contemplarla. ¿O debiera decir “inverosímil”, justamente por su crudeza?
El Retablo es, en realidad, un políptico, esto es, una obra plástica hecha de varias piezas. Tendrá que ahorrarse aquí casi toda información sobre este portento pictórico y “objetual”, pues cualquier interesado puede acceder a él fácilmente gracias a Internet y sus buscadores: ¿para qué invertir espacio en ello?
En el “Políptico –Retablo o Altar- de Isenheim” se representan no sólo uno de los temas más recurrentes en el arte religioso occidental –la Crucifixión de Jesús- sino otros más, como la Anunciación, la Virgen con el Niño y las Tentaciones de San Antonio. Se representa, además, a san Sebastián y a san Antonio Abad. De compleja estructuración, este retablo es triple, según se desplieguen sus secciones centrales o la inferior: la predela en que vemos el cadáver de Jesús, al lado de un sepulcro abierto, acompañado por san Juan Evangelista, la Virgen María y María Magdalena; no se trata precisamente del momento del Descendimiento de la Cruz –uno más de los grandes momentos y temas de la humanidad y del arte- sino de otro en el que Jesús ya ha sido bajado de su cruz y está a punto de ser sepultado.
Según se desplieguen estas secciones, las representaciones plásticas se abren ante nosotros de manera impresionante: podemos ver la Crucifixión, en un panel central, y a san Sebastián y a san Antonio en los paneles izquierdo y derecho respectivamente; al abrir el central y desplegarlo por completo, veremos otras escenas: un “Concierto de ángeles” y una Virgen con el Niño en el centro, y a los lados izquierdo y derecho respectivamente, una Anunciación y una esplendente Resurrección; si abrimos estas tablas, nos encontraremos con un escultórico relieve central, dos escenas que aluden a san Antonio Abad y con la predela que, ahora abierta, muestra otro relieve en que se representa la Última Cena.
Así, este “Políptico” es una suerte de “artefacto” místico cuyo propósito era brindar consuelo a los enfermos que eran internados en un hospital para enfermos del “fuego de san Antonio”, un padecimiento que tenía su origen en la alteración del trigo y que producía estragos físicos y locura en quienes lo contraían. Resultaría demasiado largo el comentar todo lo que rodea esta obra de Grünewald, por eso se remite al lector a ese extraordinario medio de investigación y búsqueda –cuando así se quiere- que es Internet.
Importa ahora poner especial atención en la escena central del primer modo de ver el Retablo, es decir, la Crucifixión. Dije al principio que contemplar esta representación de Jesús en la cruz resulta anímicamente devastador y es así. En Grünewald la concepción de la Crucifixión no es italiana sino germana y eso la convierte en algo distinto; eso y el estilo expresionista y casi epiléptico del artista.
El cuerpo gigantesco de Jesús crucificado agoniza -¿o está muerto ya?- en una cruz cuyo tablón horizontal casi cae vencido por el peso del cadáver divino. A sus lados, Juan el Bautista lo señala con su dedo índice, la Virgen se derrumba en los brazos de Juan Evangelista, María Magdalena llora extendiendo sus brazos hacia la víctima, y a los pies del Bautista, un pequeño cordero vierte la sangre de su cuello en el interior de un cáliz dorado.
La descripción no hace justicia, ni ínfimamente, a la tabla sobre la que está pintada esta sombría escena. Las palabras no pueden describir la tortura, el dolor, la carne herida y llagada de Jesús, ni las purulencias de su cuerpo, que recuerdan las de las víctimas del “fuego de san Antonio”; tampoco pueden describir con justeza el color violeta de sus labios, la descomunal corona de espinas, los espasmos y los miembros descoyuntados…
II
Nada tiene que ver esta Crucifixión con otras, como las de Giotto, El Perugino, Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez y muchos más. ¿Qué la distingue? Su escalofriante ejecución, su dolor llevado a extremos dramáticos. De este formidable expresionismo a la sucinta densidad del “Cristo crucificado” de Velázquez hay un abismo. Para empezar, la obra del español no forma parte de un políptico: su óleo representa a un Jesús crucificado en la desolación de un fondo oscuro y en cuyo seno lo único que brilla es su cuerpo exangüe. El ascetismo del cuadro es absoluto. No vemos más que un cuerpo muerto clavado en una cruz, aunque la palpitación trágica de esta obra estremece a cualquiera; fue ese contenido y mesurado talante agónico el que movió a Unamuno a escribir su extenso poema “El Cristo de Velázquez”:
“¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? / ¿Por qué ese velo de cerrada noche / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno cae sobre tu frente? / Miras dentro de Ti, donde está el reino / de Dios; dentro de Ti, donde alborea / el sol eterno de las almas vivas. / Blanco tu cuerpo está como el espejo / del padre de la luz, del sol vivífico; / blanco tu cuerpo al modo de la luna / que muerta ronda en torno de su madre / nuestra cansada vagabunda tierra; / blanco tu cuerpo está como la hostia / del cielo de la noche soberana, / de ese cielo tan negro como el velo / de tu abundosa cabellera negra / de nazareno…”
III
El arte novohispano fue, como era de esperarse, rico en representaciones místicas y la Crucifixión no iba a dejar de ser un tema capital. Entre los pintores que vinieron de la península para establecerse en la Nueva España durante el siglo XVII no es el menos interesante Salvador López de Arteaga (Sevilla, 1610-México, 1656), autor de una “Crucifixión” que se entrega al manierismo, esa tendencia previa o simultánea al barroco que casi se con/funde con éste.
El Cristo de Arteaga no está muerto aún. Mira hacia las alturas como si pronunciara una de sus últimas palabras. Clavado en la cruz, el cuerpo de Jesús se ondula formando una sinuosa “S”, similar a la que dibuja el cuerpo del Cristo crucificado de El Greco, pero aún más acentuada.
También este Jesús crucificado se halla casi inmerso en las tinieblas, como el de Velázquez, pero en la parte inferior del cuadro, allá en el horizonte, se recorta la silueta de una lejana y antigua ciudad. Nada más hay en la obra. Ni un solo personaje más. Sólo Jesús solo en la soledad de la muerte, sin la gritería de la turba, sin llanto, sin tumultos visibles ni audibles: un hombre crucificado que parece ascender de la cruz casi coreográficamente… Porque después de todo, hasta la imagen de la Divinidad responde a las tendencias estéticas de los tiempos. El manierismo y el barroco son así: evanescentes y teatrales.
Algo sorprendente en el cuadro de Velázquez –otro barroco- es precisamente su economía plástica. Nada hay en su Crucifixión que recuerde el “horror vacui” del barroco. Todo está vacío y oscuro: todo está lleno con la pura y luminosa figura de Jesús clavado en la cruz. López de Arteaga no logra alcanzar estas alturas, pero nos ha dejado una obra indudablemente hermosa y en cierta medida conmovedora.
Habría que mencionar en este apartado a otros artistas novohispanos, pero no hay tiempo ya para semejante tarea. Arranco los dedos de las teclas –o el teclado de mis manos- para enviar esto al periódico, irresponsablemente. Pero no podría hacerlo sin pronunciar el nombre de Lucius Altner, un pintor que tan determinante papel juega en el arte religioso de los países germanos y al que Sergio Fernández otorga –en su “Segundo sueño”- una importancia equiparable a la de Matthias Grünewald, el autor del convulsivo “Retablo de Isenheim”. También Altner pintó un políptico, y en él, una Crucifixión aterradora.