Reflexiones en el Centenario de la Constitución de 1917 -III-
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La Constitución tuvo como uno de sus logros ser la primera en el mundo en elevar a rango constitucional los derechos de los trabajadores, además de convertirse en el instrumento legal con el que se pretendía institucionalizar el movimiento revolucionario
La principal característica de la Constitución de 1917 ha sido la facilidad con que se le ha modificado en los 100 años que tiene de vigencia.
Han sido 699 las enmiendas que se le han hecho. Las que además han incrementado su texto original de 21 mil a 65 mil 447 palabras. Ello a pesar de que la misma Carta Magna establece un procedimiento rígido (es decir, complejo, no fácil) para introducirle cambios.
El otro rasgo distintivo de la Constitución es su carácter meramente literario. Éste se hace consistir en el aparente buen estilo de su redacción, en sus preceptos de avanzada y en que las instituciones que prevé lindan en la perfección. Pero son incumplibles. Incumplibles por tratarse de normas diseñadas a sabiendas de que no podrán ser acatadas, y que aun siéndolo, en general no ha existido, ni en los propios autores de sus numerosas enmiendas, el menor ánimo de cumplirlas.
Quien conozca, así sea de manera superficial, tanto la historia como la realidad presente del país, sabe perfectamente que lo afirmado no es invención. Que se trata de una verdad incontrovertible, negada sólo por quienes pretendan auto engañarse.
Hace más de ocho décadas, hacia mediados de los años 30 del siglo pasado, con singular claridad ya lo había hecho notar el filósofo Samuel Ramos. En su libro clásico “El perfil del hombre y la cultura en México”, Ramos planteó las consecuencias que derivan de copiar en forma extralógica un marco constitucional ajeno para ser aplicado a una realidad diferente. Produce, escribió, un necesario divorcio entre el Derecho y la propia realidad. “La ley adquiere entonces –reflexionó Ramos- el prestigio de un fetiche intocable; pero como la movilidad de la vida no se deja apresar dentro de fórmulas rígidas, rompe a cada momento la legalidad, dando la impresión de una conducta incongruente”.
En apoyo a su tesis, Ramos cita al efecto al académico francés André Siegfried, quien sobre el punto escribió lo siguiente: “Nunca he oído hablar tanto de Constitución como en esos países en donde la Constitución se viola todos los días. Eminentes juristas discuten seria y concienzudamente la significación de los textos de los cuales los políticos se burlan, y si uno sonríe, los doctos apuntan con el dedo los artículos que son la garantía del derecho. La ley no tiene majestad sino en las palabras”.
Así ha sido, de simulación permanente, el régimen constitucional mexicano. Así al menos durante las últimas dieciséis décadas, si bien con razones atendibles Cosío Villegas y Enrique Krauze han insistido en excluir de tal situación la década que va de 1867 a 1876, al restaurarse la república.
¿Cómo se advierte el divorcio entre el texto legal y la realidad? De la manera más sencilla: a través de la simple observación. Cuando los principios, entre otros, los relativos al federalismo, la división de Poderes, la independencia del Legislativo, la autonomía de los estados, el municipio libre, al respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, a la vigencia de las instituciones democráticas, así como al eficaz combate de la corrupción y la impunidad, se comprueba que han sido, en mayor o menor medida, letra muerta, simple ficción, objeto de burlas. De manera comedida, a esto Cosío Villegas lo llamó “la veneración formal de la Constitución y su desobediencia en los hechos”.