¿Quién manda en la colonia La Palma?
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Uno de los signos evidentes de la incapacidad —o incompetencia— de nuestras autoridades es la pérdida de control en ciertos espacios urbanos en donde la única ley que parece existir es la que imponen, por la fuerza, los grupos delictivos, o cuasi delictivos, que operan en los mismos.
Hace unos años se trataba de un fenómeno generalizado que incluso obligó a la mayor parte de los habitantes del País a adoptar un estilo de vida propio de quienes viven sometidos por el terror, pues ni la policía, ni la incursión del Ejército en labores policiales, podían garantizar a nadie su seguridad e integridad personales.
Aparentemente superada dicha realidad extrema, todo hace indicar que persisten islotes de impunidad en donde las instituciones públicas son incapaces, no solamente de imponer las reglas del estado de derecho, sino de infundir la mínima confianza en los ciudadanos.
Uno de esos casos extremos pareciera registrarse en la colonia La Palma, de la ciudad de Saltillo, en donde ayer se diseminó el temor entre sus habitantes, al grado de que varias familias decidieron huir, literalmente, del lugar, dejando tras de sí sus posesiones.
“Toda la gente se fue, están sacando sus cosas. Dicen que van hacer un ‘desmadre’ en la noche… desde en la mañana se corrió la voz, la de la panadería, la tienda, ya se fueron… Nosotros también nos vamos, yo arranco y me voy”, declaró una vecina del área al resumir la situación por la que atraviesan debido al recrudecimiento de una “guerra entre pandillas”.
La advertencia que ayer circuló desde temprana hora llevó a las autoridades de seguridad a enviar un número importante de elementos al lugar, donde el patrullaje era ostensible, al menos durante el recorrido que reporteros de VANGUARDIA realizaron.
Sin embargo, a pesar de la fuerte presencia policial, cerca de una decena de familias habrían abandonado el lugar ante el temor que les genera el hecho de que una pandilla haya amenazado con causar desórdenes en horas de la noche, en represalia por las agresiones sufridas a manos de una banda rival.
La lectura de tal realidad es simple: los residentes del lugar no confían en que la policía —o las fuerzas de seguridad en general— sean capaces de contener las agresiones y garantizar la integridad de las personas y de sus bienes.
Triste realidad para un estado que pretende ser reconocido como democrático, pues el hecho de dejar en manos de la delincuencia cualquier porción del territorio lo que significa es una claudicación vergonzante de las responsabilidades públicas.
Y el problema, por supuesto, no se resuelve con una noche de “patrullaje extremo”, pues el temor de los residentes está directamente relacionado con lo que temen les ocurra una vez que la policía no esté presente en el lugar y ellos se encuentren a merced de los pandilleros.
Detrás de tal hecho se encuentra el mismo mal que impide avanzar en muchos otros terrenos de la convivencia social: la impunidad de la cual gozan quienes han decidido hacer de la ilegalidad un estilo de vida.