Paco de la Peña
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Alguna vez oí a un predicador decir que para saber si en un momento dado de tu vida –por ejemplo en este momento- andas bien o mal tienes que preguntarte: “¿Estoy donde debo estar?”. Si la respuesta es afirmativa eso significa que estás bien donde estás. Por el contrario, si la contestación es “No”, eso quiere decir que andas mal.
Mi oficio de conferenciante me hacer estar con frecuencia lejos de mi casa. Cuando estoy de viaje aquella pregunta me asalta en el camino. Ahora estoy aquí, me digo –en Mérida o Tijuana; en Oaxaca o Hermosillo; en Guadalajara o Veracruz-, y estoy bastante a gusto. Pero ¿no debería estar en Saltillo, con mi esposa, mis hijos y mis nietos; en mi estudio, escribiendo, leyendo, oyendo música o viendo una película de Netflix; o en el café, en charla sabrosísima con mis amigos; o en el Potrero de Ábrego, viendo crecer las plantas o mirando cómo los árboles, después de dar su fruto, pintan su follaje en el otoño?
En cambio estoy en un aeropuerto, o en el avión, o en una carretera, o en un cuarto de hotel, o en un restorán con personas a las que posiblemente jamás volveré a ver; o en una entrevista; o perorando en un centro de convenciones o un teatro. Entonces aquella pregunta moralizadora se alza ante mí, ominosa. “¿Estoy dónde debo estar?”. Y no hallo la respuesta. No sé si me estoy ganando la vida o estoy perdiéndola.
Lo digo porque mis frecuentes ausencias me impiden estar donde debería estar. El pasado jueves, por ejemplo, me hallaba en un camerino del auditorio del Sanatorio Español, en la Ciudad de México, esperando mi turno de salir a escena para hablar ante un grupo de empresarios. Había estado lejos de mi casa toda la semana. Sonó de pronto mi teléfono celular. Quien llamaba era el arquitecto Héctor Laredo Ramón, amigo de muchos años, compañero en la primaria del Colegio Zaragoza. Me preguntó: “¿Supiste lo de Paco?”. De inmediato pensé en Paco de la Peña. Lo había saludado poco tiempo antes, un domingo por la mañana junto con otros compañeros del colegio. “¿Qué sucedió?” –le pregunté a Héctor. Me dijo: “Falleció”.
Un alud de recuerdos se me vino al punto. Aquellos días de infancia en el colegio lasallista. Después, jóvenes ya, nuestros primeros pasos en el periodismo. El viejo “Sol del Norte”. Los tiempos del general Madero, con Paco como Jefe de Prensa de su administración.
Después “El Heraldo”, al que él dio nueva vida. Y siempre el común oficio del diarismo y el recuerdo de los días colegiales.
Lamento no haber estado aquí para expresar en forma personal mi pésame a Licha, la ejemplar compañera de su vida, a sus hijos y nietos, a sus familiares todos. Por este medio les manifiesto ahora mi sentimiento de pesar. Francisco de la Peña, Paco, fue un funcionario público honesto y un periodista íntegro, conocedor profundo de su oficio. Sintió igualmente la vocación del campo, y cultivó la tierra con entrañable amor. Sus compañeros del CIZ, y quienes compartimos con él afanes periodísticos, habremos de recordarlo siempre con afecto, y llevaremos en nosotros su ejemplo y su memoria. En paz descanse.