Muere Benjamín Domínguez, el pintor del dolor y el gozo
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Considerado como un artífice de los sueños, la magia y las tentaciones el artista chihuahuense que desarrolló una técnica depurada en diversos estilos murió ayer en la víspera
CIUDAD DE MÉXICO.- El pintor Benjamín Domínguez Barrera (Ciudad Jiménez, Chihuahua, 31 de marzo, 1942) falleció ayer a los 74 años de un paro respiratorio, a las 9:30 horas, en su casa. Su último proyecto expositivo se obra que aún no se inaugura.
El año pasado se dio a conocer el libro Benjamín Domínguez (coedición de las universidades autónomas de Chiapas y Chihuahua, 2014), que incluye el texto El desierto, la fantasía: el arte clásico, de Carlos Montemayor.
Para el escritor, la obra de Domínguez “constituye, en nuestro tránsito del siglo XX al siglo XXI, la más abarcante y profunda reflexión, pregunta, diálogo, transformación de la pintura en los órdenes clásicos de temas, figuración, dibujo, perfección, corporalidad: es el renacimiento que permanece en el mundo, el dibujo perfecto que ha brotado del mundo, la exactitud material e inasible que en la música, la palabra o la imagen sigue transportando lo perenne, lo irremplazable, corporalmente perfecta”.
En el mismo volumen, el pintor habla de sus inicios: “el día que nací, toda la noche estuvo lloviendo, y al otro día. Algo insólito en una ciudad desértica como Jiménez, Chihuahua. El día siguiente llegaron los vientos y con éstos los húngaros, temprano, como todos los años, plantaron su carpa al final de la calle donde vivían mis padres”.
Continúa: “crecí con los hijos de los gitanos y siempre tuve la cercanía con las artes adivinatorias que los caracterizaban. La quiromancia es uno de los temas recurrentes en mi obra. Mi encuentro con el cine y la pintura se dio a los 13 años; me contrataron para pintar los carteles que anunciaban las películas, en los cines de mi pueblo. Pinté a los grandes actores de la época; ahí aprendí a pintar y a conocer el lenguaje cinematográfico”.
Benjamín Domínguez llegó a la Ciudad de México a los 20 años para estudiar en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, porque “en mi pueblo no había nada, aunque había una señora ya grande que pintaba muy clásico, que se me hacía maravilloso. Ella me metió la idea del clasicismo”, dijo a La Jornada en 2011, con motivo de su exposición Barroco, en el Museo de Arte de la Secretaría de Hacienda.
De su maestro Luis Nishizawa aprendió a conocer “la alquimia del arte, el uso de los aceites, los barnices, los bálsamos”.
Su encuentro con el barroco se dio ese mismo año. Al salir de la escuela (1969) entró a trabajar al Museo Nacional del Virreinato, en el área de museografía bajo el mando de Jorge Guadarrama. Allí tuvo la oportunidad de estar cerca de las telas, los brocados de seda, los marfiles y sobre todo de los maestros del arte virreinal, de los que aprendió a comprender la imagen barroca.
En 1985, Domínguez pintó el proyecto “más ambicioso” de su carrera, exhibido bajo el título de Homenaje a Jan van Eyck: variaciones sobre el matrimonio Arnolfini, en el Museo del Palacio de Bellas Artes. Luego, itineró en Monterrey y Zacatecas. Todo, explica, “sucede dentro de una habitación en la que una pareja se casa. Los 20 cuadros que pinté empiezan cuando el hombre y la mujer comienzan a amarse, a odiarse, a destruirse dentro de esa alcoba en una trama obsesiva formada por la infinidad de símbolos que los rodean”.
Con motivo de la exposición Barroco, el artista señaló que el título “no podría reflejar con más claridad no sólo mi trabajo, sino la época en que vivimos. Nunca habíamos tenido un periodo barroco tan complicado, en el que somos rebasados por una serie de problemas, pero sobre todo por la tecnología que nos abruma, ya que no somos capaces de caminar a su paso. Esto nos crea un conflicto interior barroco, en el sentido de la lucha de los contrarios: bien/mal, moderno/antiguo”.
De allí que su obra es “un estudio interiorista de ese hombre que somos, en conflicto continuo”. En aquella ocasión también dijo: “muchos me critican porque hago cuadros bonitos, aunque no veo el conflicto allí. Entonces, hay la necesidad de cambiar, darle un giro brutal y acercarlo a la realidad, pero no se puede disociar del arte clásico, antiguo, porque manejaron los mismos temas, teníamos los mismos problemas.
“Ahora se agregan cosas más contemporáneas, pero el arte no tiene épocas. Eso es para los historiadores, los que clasifican. Los retratos romanos son los mismos que los de ahora, la misma luz de tres cuartos; sólo cambia la técnica, la pincelada. No creo mucho en la modernidad del arte, pero al parecer encontré por allí una vena que buscaba: la del dolor”.