Juan Diego y la Morenita
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La celebración de las apariciones de la Virgen de Guadalupe cada 12 de diciembre recuerda que a mediados del 2002 fue canonizado el indio al que se apareció en el conocido como “milagro del Tepeyac”. El Papa Juan Pablo II vino entonces a México especialmente para inscribir en el catálogo de los santos al humilde indio mexicano que por nombre pagano llevaba el de Cuauhtlataotzin y por el bautismo el de Juan Diego. Sin precedentes en la historia de la fe católica mexicana, su canonización confirma dos aspectos importantes. Uno es que, apoyados en la Virgen Morena, los primeros grupos de misioneros franciscanos pudieron sembrar en los indios “naturales” el cristianismo a partir del amor a la “Virgen madre de Dios y madre de todos nosotros” y extender las fronteras cristianas en América hasta los confines de los desiertos de Santa Fe por el norte y hasta la Tierra del Fuego por el sur. El fervoroso culto quedó manifestado en la gran cantidad de santuarios dedicados a la Virgen María, partiendo del Tepeyac y desde las cumbres andinas del Alto Perú, a las riberas del lago Titicaca y Copacabana, y descendiendo luego hasta las pampas del sur en otros sitios de devoción y milagros, como Caacupé en Paraguay, Itatí en la región del Paraná y Luján en las llanuras de Argentina.
A partir de la glorificación que subió a los altares a Juan Diego, y a casi cinco siglos de distancia de las apariciones guadalupanas, era de creerse que en nuestro país emergería un nuevo culto en la persona del ahora primer santo indígena de América Latina. Sin embargo, nadie se explica por qué su culto no ha rendido el fruto esperado. Lo que sí dejó en claro la canonización es el propósito de acabar con las dudas que pudieran subsistir sobre el milagro del Tepeyac después del debate entre connotados intelectuales mexicanos en el siglo XIX. La llamada “controversia guadalupana” no fue resuelta, a pesar de que históricamente el suceso marcó un hito en la evangelización del Nuevo Mundo, confirmado posteriormente con la entronización de la Virgen Morena a partir del estandarte que con su imagen blandió el cura Hidalgo en las luchas por la independencia del País.
Lo que queda de todo esto es, sin duda, la grandeza de la fe del pueblo mexicano. Una fe que no sabe de controversias intelectuales. En Saltillo, las múltiples peregrinaciones al Santuario de Guadalupe conmueven a cualquier espectador que las mire y que escuche los cantos y plegarias de los peregrinos camino al templo: “Vamos con el alma llena de entusiasmos a cantar porque la Virgen Morena ya reina en el Tepeyac”. Cantos entonados a todo pulmón por los saltillenses, como nunca han entonado el Himno Nacional, del que tan sólo saben unas cuantas frases que poco les dicen porque no las entienden.
Otro aspecto de la fe guadalupana es la grandeza de Juan Pablo II como pastor espiritual de la grey católica universal, como persona y jefe de Estado, como líder natural que dejó una enseñanza a cada paso y a cada palabra, como gran conocedor de la historia de la humanidad y de los problemas que aquejan al mundo. Su mensaje central del discurso pronunciado en la canonización lo confirmó: “Se debe seguir impulsando la construcción de la Nación mexicana, promover la fraternidad entre todos sus hijos y favorecer cada vez más la reconciliación con sus orígenes, valores y tradiciones”.
La tradición católica señala que la Virgen Morena se dirigió a Juan Diego llamándole “el más pequeño de mis hijos”. Al reconocerlo, Juan Pablo II nos recordó que los indígenas también son hijos de México, y que el País les debe un reconocimiento y una reconciliación, porque ellos, los más pequeños de los mexicanos, viven también bajo el mismo manto estrellado de nuestro cielo y de nuestra Virgen.