Infancia del hombre
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“No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento.
Nos debatimos como sobrevivientes que tratan de olvidarla.
El miedo a la muerte no es sino la proyección hacia el futuro
de otro miedo que se remonta a nuestro primer momento”, E. M. Cioran en “Del inconveniente de haber nacido”
Escucho “Kinderszenen” Op. 15 (Escenas de la infancia), de Robert Schumann (Alemania, 1810-1856), uno de los compositores románticos más densos y entrañables, uno de esos artistas cuya obra, una vez conocida, se incrusta en nuestra vida y continuará con nosotros –espero- hasta el final.
Como Heine, el poeta atenazado por la sífilis; como Nietzsche, el pensador ígneo; como Von Kleist, el suicida precursor de la figura del vampiro moderno; como Schubert, el inconcluso a veces; como el mismo Goethe, aunque no lo parezca; como Schiller, el poeta dramático que inflamó la historia en el escenario; como ellos y otros desgraciados aventureros del arte, Schumann fue víctima de su abrumadora sensibilidad y su sentido de “lo oceánico”.
¿Qué sucedía en la Europa central de finales del XVIII y todo el siglo XIX? No me refiero sólo a las truculencias sociopolíticas –que son muchas-, sino a algo más. El economista Karl Marx inicia su “Manifiesto comunista” con el célebre diagnóstico: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”. Pero no era sólo cuestión de fantasmas, por muy “comunistas” éstos que fuesen.
Hacia las postrimerías del siglo XVIII empezó a dejar de enaltecerse a “la Razón”, entonces diosa entronizada por Occidente, una figura que había venido a detener los extravíos y excesos del barroco y el rococó. De pronto, todo se transformó en “Academia”, se reglamentó, se cuadriculó, se asentó en actas y “se objetivó”. He aquí el nacimiento del neoclasicismo y “el método científico”: precisión indiscutible y helada sistematicidad ante todo, según el canon.
En la vida política y social se produjeron revoluciones y revueltas, que iniciarían poco antes en Inglaterra, asolarían Francia y el resto de Europa, y escasos años después, llegarían a tierras americanas para incendiar las conciencias de millones de desposeídos. México se vería contagiado no sólo por el estilo arquitectónico que el Barón Haussmann había impuesto en el París de mediados del siglo XIX –especialmente la Capital, se entiende-, sino también por la ventisca de novedades ideológicas y estéticas y por el “zeitgeist” de entonces.
Esto que se dice en unos cuantos enunciados debió vivirse agitadamente en su momento. Y eso de “un momento” no es sino mero coloquialismo: tal “momento” duró más de un siglo. ¿Se inicia entonces eso que llamamos pedantescamente “la modernidad”? Pero ¿a cuál “entonces” me refiero? ¿Al de la Academia dieciochesca o al del Romanticismo alemán, manantial vivo que sigue nutriendo nuestro ánimo electrónico y muchas corrientes del pensamiento y el arte contemporáneos?
Schumann formó parte, como tantos otros artistas, de ese Romanticismo, el primigenio, el germano. Los historiadores hablarán luego de un Post-Romanticismo, como lo han hecho, de otros movimientos estéticos. El problema aquí es que esta “corriente” es más que eso: el romántico verdadero es un abismado suicida, una víctima del Yo, un sojuzgado por el Destino y un rebelde ante ese Destino, un errante en busca de absolutos y un Ícaro que se empeña en lo suyo a pesar de la caída inminente.
Creo que fue Rodolfo Usigli quien habló de los dos grandes temperamentos que dominan a la humanidad “civilizada” pero heredera de un pasado remotísimo: el temperamento clásico y el romántico. Acaso aludía a la inferencia que Nietzsche develó en su “Origen de la Tragedia”. En ésta, en la tragedia ática, y en el alma del hombre, luchan dos potencias: Apolo –la armonía, el equilibrio- y Dionisos –el frenesí, el delirio-, a las que el filósofo llama “espíritu apolíneo” y “espíritu dionisiaco”. Si es así, me pregunto, ¿cuál de ellos anima al Barroco? El segundo, sin duda; lo mismo que al Romanticismo.
Si pensamos en estas potencias anímicas, si lo hacemos sin nombrarlas en ningún idioma conocido, vivo o muerto, ¿podríamos aventurar la idea de que ellas están presentes en nosotros desde siempre, es decir, desde antes de la emergencia del “homo sapiens”? Si habláramos de un hipotético Romanticismo en Grecia, ¿a qué nos referiríamos? O si pensáramos en un Realismo asirio, ¿qué obras, qué evidencias humanas nos vendrían a la cabeza?
Nietzsche habló del “eterno retorno de lo mismo” y el erudito rumano Mircea Eliade estudió durante años las antiguas religiones del orbe; escribió, entre otras admirables obras, una que resulta perturbadora: “El eterno retorno”. En sus disidentes investigaciones, Jung estudió símbolos que aluden a ese “eterno retorno”.
Y no olvidemos a Borges. ¿Las cosas de la vida se repiten? ¿La vida se repite? ¿Por qué algunos templos de la India parecen “barrocos”? ¿Por qué “Romeo y Julieta”, publicada en 1597, es una obra semejante a una tragedia romántica? ¿Y por qué “Edipo Rey” parece una novela detectivesca?
Escucho la séptima de esas trece piezas para piano -“Kinderszenen”- que Schumann compuso en 1838 y creo oír, más allá o más acá de las notas, no sólo la infancia de un compositor abrasado por “el sol negro de la melancolía”, sino la mía y la de muchos otros que me antecedieron en la vida. En la lentitud retrospectiva de esa música, en ese tema recurrente que fluye como el tiempo, escucho el dolor apagado de una muchedumbre que no tuvo más remedio que aceptar su estancia aquí, dando palos de ciego, luchando por sobrevivir en una vida no pedida.