Historia de una cama
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Aquel señor, dueño en Saltillo de una mueblería, me contó que allá por los años 40 del pasado siglo se pusieron de moda unas camas que tenían en el respaldo la estampa enmarcada de un santito, con un pequeño foco amarillo en forma de llama de vela, que lo mismo servía para iluminar la imagen que como luz que desde el propio respaldo se podía encender.
Cierta señora cuyo nombre por desgracia la Historia no registra adquirió una de las tales camas. Como razón principal para explicar la compra dijo que tanto ella como su marido sentían gran devoción por el santo cuya imagen exornaba la cama que adquiría. Era una idea muy bonita y muy piadosa, añadió con unción, aquella de añadir al lecho la venerada imagen de algún santo, que de seguro velaría el sueño de quienes en esa cama posaran sus fatigas al llegar la noche.
Unos días después, sin embargo, la señora se presentó en la mueblería con una queja muy extraña. La cama, dijo, daba “toques’’. Le explicó al dueño que al estar acostados ella y su marido sentían de pronto una descarga eléctrica que les recorría todo el cuerpo. “Y la espalda también” –añadió. Pedía la señora que alguien fuera a revisar la cama, pues aquellos toques eran muy peligrosos, según le había dicho su marido, y podían morir achicharrados. Además ya ve usted la luz lo cara que está.
Desde luego los toques no eran peligrosos, la tranquilizó el mueblero, pues la instalación eléctrica del foquito era tan pequeña que no representaba riesgo alguno. De cualquier modo para tranquilidad –y comodidad– de la señora alguien iría a revisar la cama, y a arreglarla, pues la mercancía –aclaró– no se podía devolver. Le mostró el letrero que tenía sobre su escritorio: “Salida la mercancía no se admite devolución. No sea usted rajón”.
En efecto, fue el electricista de la tienda a la casa de la señora, y concienzudamente revisó la instalación eléctrica que daba luz al santo de la cabecera. Checó centímetro a centímetro la conexión, el alambre y el “zóquete” y no encontró nada que pudiera dar origen a los famosos toques. Hizo como que hacía algo, enredó en cualquier parte un trozo de cinta de aislar y se despidió de la señora diciéndole que el problema ya no se repetiría.
Se repitió. A los pocos días regresó la mujer: la cama seguía dando toques. Allá va otra vez el electricista a la casa de la señora, y vuelta a revisar la endiablada y santificada cama. De nuevo falló el hombre en sus intentos de hallar algún alambre pelón o cualquier cosa que pudiera motivar aquel raro fenómeno. Enredó otro pedazo de cinta de aislar y se marchó.
Igual pudo haberse quedado. A la mañana siguiente ahí estaba otra vez en la mueblería la señora. El problema seguía; los toques continuaban. Ya estaba pensando ella que los toques eran de seguro cosa del demonio, enojado por la presencia de un santo en un mueble que a veces no lo es tanto. Ya estaba pensando también en llamar a un sacerdote para que le echara a la cama agua bendita. El dueño de la tienda decidió ir él mismo con el electricista y arreglar a como diera lugar la maldita cama bendita, todo con tal de no tener que recogerla y devolver el dinero de la venta. Los dos fueron, pues, y revisaron durante más de una hora la sencilla instalación. No hallaron nada que fuera irregular. Al fin se dieron por vencidos.
Ya se iban, resignado el mueblero a deshacer la operación, cuando la señora, entre rubores y soponcios, les hizo una revelación extraordinaria y valiosísima: la cama daba toques únicamente cuando ella y su marido realizaban el acto a que obliga la condición matrimonial. Su esposo se alarmaba mucho con los toques, manifestó la mujer. Se le acababa la concentración; la atención se le iba de lo que estaba haciendo, y en lugar de seguir haciéndolo se ponía en aquellos momentos por demás inoportunos a buscar el desperfecto, sin nada encima más que pinzas y destornillador. Todo eso era causa de que el débito conyugal no se cumpliera con la seriedad que mandan, prescriben y determinan tanto la Santa Madre Iglesia como el Código Civil.
Ya con ese importante dato en su conocimiento, procedió el electricista a una nueva inquisición. Bien pronto dio con la clave del problema: bajo una intensa presión o fuerte movimiento, la parte de arriba del tambor de la cama, metálico, se unía con la parte de abajo, y eso producía una “tierra” que a su vez causaba un ligero corto circuito que a su vez provocaba un toque o pequeña descarga que a su vez recorría los cuerpos de los esposos que a su vez dejaban para otra vez lo que estaban haciendo.
Disimulando una sonrisa el electricista desapartó los alambres eléctricos del tambor de la cama. El problema estaba resuelto. Aun así volvió a decirle a la señora que jamás había existido ningún peligro, sólo la inconveniencia de sufrir aquellos toques eléctricos en un trance en el que a nadie le interesa recibir más toques que los que estrictamente deben acompañar el trance.
Pasó una semana. Y hete aquí a la señora en la mueblería otra vez. Ahora se veía nerviosa, inquieta, desasosegada. Pidió hablar con el dueño en su privado. Ya ahí quería decirle algo y no podía. El hombre la ayudó. ¿Continuaba el problema y a ella le daba pena reclamar otra vez? ¿Se habían repetido los toques?
Bajando la vista, ruborosa, contestó la señora:
–No, ya no se han repetido. Pero a mi marido y a mí nos gustaba más con los toquecitos. Vengo a ver si el señor electricista se los puede poner otra vez.