Hablemos de Dios 48
COMPARTIR
TEMAS
Cuando escribo estas líneas, afuera llueve. El almuédano de mi aparato de sonido sigue ofreciendo las coplas, cantos y música sufí de Eduardo Paniagua y Said Belcadi Ensamble. “Se han quebrado mis cadenas” (los instrumentos musicales son variados y nativos de esta región del mundo) y en esta plegaria enderezada al Altísimo, también se escuchan el salterio, el laúd, el tar; todo se entremezcla en sus sonidos para llegar e invocar las bendiciones de aquél, el Único. Llueve. Sin prisa, pero sin pausa. En otra melodía (disco propiedad del melómano y maestro Javier Salinas; sin duda, quien más sabe sobre música antigua y religiosa del mundo entero), el poema “El hermoso protector me ha visitado” (Malihou l-hima), se anudan las voces a la luna y al ruego de los poetas por una lluvia que ya escurre en los riachuelos.
El ruido de la calle enmudece poco a poco. El desierto todo lo engulle, todo lo traga. Escribo estas notas entre los rescoldos del otoño dorado, pálido, pero ya preñado de un invierno feroz y frío. El viento llega cuando la lluvia amaina. El polvo, otrora seco, se ha convertido en un amasijo de lodo y barro con algunas ramas y hojas marchitas. En tardes así, el polvo aquí no es cobrizo como en Zacatecas, sino amarillo. El polvo es amarillo por nuestra obstinación en habitar este mar, hoy convertido en desierto. “Hoy mi mar se ha crecido, es terrible y no aguanto”, dicen los versos atormentados del juglar Mario Saucedo. La lluvia amaina y asomo mis ojos por la ventana. Resopla, bufa un viento cargado de norte. Reniego del sol cuando éste pasa cantando. Me gustan el otoño y el invierno, pero no las estaciones calientes de la primavera y el verano. Tal vez por ello, para conjurar a los demonios del desierto, uno de sus hijos más queridos, el chef Juan Ramón Cárdenas, bautizó su mezcal con el nombre votivo de “La orden del Sol”.
La lluvia amaina. Aunque nunca fue ruda. Abro entonces mi puerta de madera en mi buhardilla del segundo piso que mira de frente al Cerro del Pueblo y la humedad y el frío seco del desierto impregnan el ocaso vivo. En la paz del crepúsculo se entremezclan los cantos y endechas votivas de Ofra Haza con la luz de una lámpara que nunca, nunca apago. No la luz de una vela, la cual puede hacer arder a la ciudad y a todo el mundo, sino una lamparilla de escritorio conseguida en un bazar de segunda mano, que acompaña mis rutinas de lectura por la noche. De la artesa ya dispuesta con anterioridad, clavo con un fino palillo de madera dos, tres aceitunas negras marinadas entre hielo, ron, vinagre y salsa inglesa. Las disfruto en mi boca. Un falso recuerdo tal vez de ser judío.
Esquina-bajan
La lluvia se ha disipado por completo en el horizonte. Sólo quedan las nubes en tropel, es una manada de caballos desbocados, sin brida, sin destino, sin futuro. La edad no afecta a esta recua de caballos salvajes. Año con año llegan a la cita en este desierto tan bello como inmenso. Las nubes, el hato de corceles ¿son los mismos o son otros? Nunca lo sabremos del todo. Son ellos mismos y son otros. Todo se renueva, aunque sea en este desierto y en su aparente miseria y pobreza de vida, y no alcanzamos a medir tanta y tanta variedad de especies, plantas y vida. Tanta vida atada al polvo y las rocas, a los matorrales y a las espinas.
Hay días donde no hay sombra de nuestro cuerpo. Es cuando podemos perdernos a nosotros mismos. Hoy es uno de esos extraños días. Días sin sombras. El tejedor de redes de pescar, mi vecino de enfrente, doliente, ha bajado la persiana de su ventana y no hay luz en su cuarto. Imagino las ventas están en un hoyo sin fondo. Sin luz no hay sombras. Camino pasos a mi escritorio y abro una vez más la libreta de tapas azules donde he pergeñado todos los textos sabatinos que usted ha leído. Miro de nuevo en el ventanal con la libreta de hojas quebradizas en mano y ya no llueve. Sólo el frío y esta rara claridad y grisura de un cielo obstinado en doblegar las alas de pájaros y tordos perdidos sin su sombra.
El crepúsculo muere, la noche se adivina en la ciudad. Este cielo no es el cielo de Saltillo. No lo conozco así, aunque me reconozco en él. Sólo hay un cielo que se me cae a pedazos cada vez al observarlo, es el cielo de San Luis Potosí. Me repliego entonces y regreso aterido a mi ciudad, a la aparente seguridad de mi buhardilla donde no hay sombra de mí mismo. Ya no hay lluvia ni luz. Sólo el canto árabe de Ofra Haza y sus preces al Altísimo. Su hilo de voz se ha anudado a la noche. Hace frío. Dejo por última vez la libreta de tapas azules con las grafías y anotaciones a lápiz sobre mi escritorio y exhalo. Un vaho perceptible se dibuja en la ventana.
Letras minúsculas
Y en este hálito, en este filo de vaho empañando mi ventanal, tuve la sensación por un segundo, un extraño segundo de sentir a Dios…