EPN, ¿el gran genio?
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Desde el inicio de su mandato, que a punto está de entrar en la Catafixia sexenal (Año de Hidalgo), la carita más fotogénica de toda la Monografía de los Presidentes de México, el galán de Atlacomulco, mi tocayo incómodo no ha dejado de escalar nuestra perplejidad.
Es más, aún estaba en duda su arribo al poder cuando ya nos había preocupado seriamente la velocidad (y calidad) de sus conexiones sinápticas.
Luego de evidenciar que ha escrito más libros de los que ha leído, no ha dejado por más de cuatro días consecutivos de hacer, decir o peor aún, de promulgar alguna sandez, para desgracia de la Nación pero para regocijo de nuestra mexicana alegría.
Siempre he pensado que la chamba presidencial tiene una dualidad, es decir, una parte muy difícil (el manejo de la política interior, la retención del poder, la gobernabilidad) y una muy sencilla, que es eminentemente protocolaria y que consiste nada más en apegarse al guión que un equipo de gente versada en dichos menesteres le prepara al Jefe del Ejecutivo.
Pero pareciera ser precisamente la parte fácil la que se complica y tupe a nuestro Mandatario a quien, en vez de remitirse a sus parlamentos y pese a no haber sido bendecido con el don de la elocuencia, le da por improvisar y disertar por la libre.
Pero su comedia no es sólo verbal, cantinflesca, sino también física, de pastelazo. Laurel y Hardy lloran de risa desde el Paraíso cada vez que la coordinación motriz del quincuagésimo séptimo Presidente de los Estados Unidos Mexicanos se pone a prueba.
En consecuencia, sus vasallos no hemos cesado de hablar de él, desde que era un tierno candidato y hasta la fecha, lo cual está muy bien, aunque por desgracia, y para no perder la costumbre, nuestro análisis no pasa del mero chacoteo, porque la materia prima que se nos ofrece desde Los Pinos no son datos duros, medibles, comparables, sino meros gags humorísticos dignos de SNL o de La Hora Pico.
Lo que sucede es que a fuerza de persistencia, ya nos entró la suspicacia:
Quiero decir que sería hasta ocioso intentar recapitular todas y cada una de las ocasiones en que el Primer Quique de la Nación ha “deyectádola”, incurriendo en algún gazapo verbal (sea morfológico, gramatical, de enunciación o de hechos) o en alguna chuscada de pantomima que lo convierta en la equivalencia política de Mr. Bean.
Dejo su contabilidad a alguien con infinita paciencia. El número resultante debe ser una desmesura.
Sin embargo, la frecuencia y el ‘timing’ de estos desatinos es tal que ya deja de parecer verosímil. Una por una, serían perfectamente aceptables, pero en su conjunto constituyen un catálogo muy difícil de entender para alguien que, por la obvia necesidad de su cargo, está asistido, auxiliado y de sobra asesorado para el correcto desempeño de sus funciones.
¿Por qué, sin embargo, ese empecinado romance con el ridículo?
¿No será que esa colección de desatinos es una deliberada fuente de distractores para nuestra pobre atención y paupérrima capacidad de discernimiento?
Ello sería entrar por supuesto en el minado terreno del conspiracionismo:
“Claro, no es que sea zopenco, sino que se hace para tenernos embaucados”.
Pues… “pueque”, pero es altamente arriesgado aseverarlo de manera categórica.
Tenemos que dejarle el beneficio de la duda, de que no se trata sino de una desafortunadísima y muy humana colección de tropezones construida a partir de esos cinco minutos diarios de atolondramiento a los que cada habitante del mundo tenemos derecho divino.
Este histrión de las carpas políticas recién nos deleitó con su última rutina cómica, en la que desestima a la corrupción como la raíz de todos los males que como País nos apalean.
Según Peña es un problema de percepción, ya que a cualquier problema que ocurre en México se le busca asociar con un acto de corrupción, cuando no necesariamente es así:
“Cualquier cosa que ocurra hoy en día es (por) la corrupción... Casi, casi, si hay un choque aquí en la esquina, ‘¡ah! Fue la corrupción, algo pasó en el semáforo, ¿quién compró el semáforo que no funcionaba?’”.
Sobrado está decir que su versión de nuestra realidad nos tiene regodeándonos en indignación, atribuyéndole tales disparates a la falta de ácido fólico durante su gestación. Pero, de la carcajada con mentada de madre no pasamos, porque el personaje de EPN nos permite una catarsis inmediata.
Si sus pifias son genuinas, es asombroso cómo su cerebro genera la suficiente energía para mover sus piernas; pero si se trata de un montaje, estamos ante un auténtico genio del mal, un Lex Luthor pero disfrazado de Manolín (el de Shillinsky), infinitamente más peligroso porque hace con nosotros su siniestra voluntad y sin embargo nos tiene todo el tiempo partidos de la risa.
Un perverso establecimiento de agenda (“Agenda-Setting”) o un divertidísimo clown. La razón nos dice que la explicación correcta suele ser la más simple, pero sabemos que los entresijos del poder son todo, cualquier cosa, excepto simples.
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