El interminable y ¿estéril? debate de la quesadilla con queso
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Estados Unidos se partió literalmente en dos naciones: La Unión, con Abraham Lincoln a la cabeza, contra Los Confederados, 11 estados del sur con su propio presidente “legítimo” y toda la cosa. ¿La discrepancia? La defensa sureña de sus viejos buenos valores tradicionales, tales como enriquecerse con latifundios trabajados por esclavos, como Dios manda.
Bien, algo similar está ocurriendo en este México al borde de la secesión y la guerra civil entre la Liga del Norte (Saraperos, Sultanes, Broncos, etc.) y la División del Sur (Toluca, Necaxa, América, Cruz Azul y lo que sea que hoy tengan como representativo en Ciudad Neza).
La cuestión se antoja trivial hasta la estupidez y probablemente lo sea, excepto por dos o tres pequeñísimos detalles. Es el consabido pleito de la quesadilla… con queso.
Para los partidarios de la obligatoriedad láctea, el razonamiento contrario les molesta como piedra en el zapato, pues la consideran un agravio a la lógica más elemental. Aunque ambas posturas se sienten igual de agraviadas cuando un foráneo les regatea la razón.
Tratándose además de una suculencia muy arraigada en nuestro repertorio folclórico gastronómico, el que nos disputen su correcta definición constituye una injuria de corte patriótico o patriotero si usted gusta, (pero igual enchila). Es decir, el dueño de la verdad es más —o mejor— mexicano, que aquel cuyos conceptos derrapan.
Hasta ahora, la más valiosa aliada para el Eje Centro Sur ha resultado ser la Real Academia de la Lengua Española, que admite la ausencia del lexema en su definición y por consiguiente en el contenido final del vernáculo manjar.
Pero la RAE es como la tía rica y enferma que por desgracia no todos tenemos: recurrimos a ella sólo cuando nos conviene pero si no nos apoya, hacemos de cuenta como que no existe. Así los partidarios del CON, que consideran ocioso el tener que hacer semejante precisión al chef o “señito”, y que en este particular debate desconocen toda autoridad de la academia lingüística, recordándole a sus interlocutores las recientes monstruosidades morfológicas que la honorable institución nos ha embutido en nuestra comunicaciónoral y escrita a los hispanohablantes.
Tanto puristas como heterodoxos (aunque la verdad ignoro en este asunto cuáles son cuáles) incurren en sendas falacias: Argumento de autoridad (“porque lo dice la Academia debe ser cierto”, pero no necesariamente). Y al revés: Argumento ad Logicam (“La Academia incurre en errores, por tanto está necesariamente equivocada”).
Luego, las falsas argumentaciones corren en ambos sentidos: Argumento ad Populum (“la gran mayoría así conocemos las quesadillas, por lo tanto estoy en lo correcto”); Argumento ad Antiquitatem, (“desde siempre son así las quesadillas, por consiguiente yo estoy en lo cierto”); Argumento ad Nauseam (“no nos cansaremos de decirlo hasta que nos den la razón”); y el muy triste Argumento ad Hominem, que consiste en descalificar al interlocutor por razones de su condición social, sexo, apariencia, origen étnico o procedencia geográfica (“ustedes qué van a saber si son unos indios, unos bárbaros, unos estúpidos…”).
Hay tantas y tan sencillas maneras de incurrir en falacias a la hora de debatir que hacen del argumentar poco menos que recorrer con estilo un campo minado, pues si pisamos uno de estos sofismas —¡kaboom!— se nos desmorona el caso y nos desacreditamos.
Es tan importante que en México ejercitemos el arte de debatir que francamente yo celebro que, aunque sea en plan de diversión y socarronería, el norte y el sur se sigan dando este sabroso agarrón retórico.
Debatir es un arte y exige hacerlo con gran rigor, apego a hechos verificables y evitando juicios y prejuicios. Terminamos casi siempre mentándonos la madre porque, en efecto, no dominamos los principios más básicos de la retórica y somos incapaces de desarmar las argumentaciones en contra y de exponer un caso de manera pulcra.
Aun así, me gusta que la gente ponga a girar el engranaje neuronal con tal de demostrar que las quesadillas son así o son “asá”. Nos hace mucha falta, son disciplinas que nos deberían fomentar en la instrucción básica (retórica, dialéctica, lógica, debate) pero los maestros están muy ocupados y preocupados por el color con que los estudiantes han de forrar sus cuadernos este año.
Saber debatir y poder distinguir a un buen argumentador de un charlatán nos acercaría a una verdadera democracia y también mejoraría exponencialmente nuestro sistema penal (la oralidad prevalecería sobre la anquilosada y lenta impartición de justicia documental).
Por supuesto, hará falta mucho más que el pleito de las quesadillas para que seamos una sociedad de un alto nivel dialéctico y discursivo, pero algo es algo y me alegro mucho de que por una vez en la vida nos agarremos por algo distinto a posturas de partidocracia que sólo varían de malas a peores.
Y de posturas hablando: ¿Que cómo deben ser las quesadillas según yo?
Pese a mi genealogía chilanga se impone toda mi alcurnia norteña para determinar que sin queso, no es quesadilla. Y que la RAE oficie misa, me da igual. ¡El queso lo lleva desde la denominación! ¡No la jodan!
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