Dos cuentos, un recuerdo y una reflexión
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Tres elementos forman hoy esta columna: un par de cuentecillos léperos, un recuerdo nostálgico y una dolida reflexión.
He aquí los chascarrillos iniciales.
Don Cornulio llegó a su casa antes de lo acostumbrado y halló a su esposa en la cama sin más ropa que un moño azul de muselina, nerviosa –la señora, no la muselina– y presa de singular agitación. Sospechando algo fue hacia el clóset y lo abrió. En su interior estaba un individuo que al ver a don Cornulio le dijo con severidad: “Caballero: le ruego que cierre inmediatamente esta puerta, pues de otro modo no podré garantizar el tratamiento contra las polillas que su esposa me encargó”.
El otro cuentecillo. Se casó un muchacho. Su madre le alquiló un frac, una camisa con su correspondiente corbata de moño y unos zapatos de charol. El dueño de los efectos le encargó especialmente los zapatos, pues –le dijo– muchas veces la persona que los alquilaba se olvidaba de devolverlos. El día de la boda, concluidos el banquete nupcial y el correspondiente baile, los novios se dispusieron a retirarse. Al ver que ya se iban la mamá, a voz en cuello, le gritó a su hijo desde el otro lado del salón: “¡No se te olvide quitarte también los zapatos!”
Sigue ahora el nostálgico recuerdo, evocación de tiempos idos.
“En nombre de Dios te pido que me digas si eres de este mundo o del otro”. Tales eran las palabras sacramentales y solemnes que se debían decir en presencia de un aparecido. Mi generación todavía creyó en espantos, vale decir espectros y fantasmas. Gocé de niño el dulce terror de las narraciones contadas por las criadas en el umbral de la puerta de la casa, cuando la noche había caído ya y salíamos a la calle a escuchar aquellos antiguos cuentos de misterio en las todavía tranquilas calles de Saltillo. Oíamos también esas historias en las vacaciones pasadas en el rancho. Junto al fogón de las cocinas los viejos daban voz a cosas que juraban “por ésta” haber mirado, o que a su vez oyeron de labios de sus antepasados.
Hoy ya pocos saben lo que significa la palabra “relación”. Ese vocablo servía para designar un tesoro enterrado por alguien cuya alma en pena volvía al mundo a expiar sus pecados, pues mientras el tal tesoro no fuese encontrado su ánima debía vagar eternamente, y sólo descansaría con el hallazgo de “la relación”. Ésta consistía casi siempre en monedas de oro guardadas en un cofre o una olla. El mortal a quien el alma en pena se mostraba debía ser alguien sin ambición, dispuesto a compartir su riqueza con el prójimo. Si la buscaba con intención avara, hallaba las monedas convertidas en trozos de carbón, en polvo o en ceniza.
La palabra “relación” aludía a la historia de aquel tesoro y de la desastrada muerte de aquel que lo ocultó, pero por extraña metamorfosis el término pasó a significar el tesoro mismo: “¿Cuál es el origen de la fortuna de Fulano?”. “Se halló una relación”. Hay frases hechas que la gente se siente obligada a repetir. Cuando los albañiles hacían un trabajo en casa de alguien, el dueño les preguntaba siempre con obligada sonrisa: “¿No han hallado la relación?”. “No, patrón –respondía “el maistro” con la misma sonrisa consabida–. Todavía no aparece”. “Si la encuentran avíseme”.
Pongo ahora la dolida reflexión final: ahora ya no hay historias de aparecidos; hay sólo historias de desaparecidos…