‘Demos y vivamos’
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Por convicción, no por conveniencia, sería deseable que las personas repartiéramos gratitud y generosidad, aunque cueste desgastar la soberbia que recubre nuestros corazones
Para Fernando, mi amigo de siempre. ¡Felicidades!
Es cierto: “El corazón del hombre se refleja en su rostro, ya para bien, ya para mal. Rostro alegre es señal de corazón satisfecho; rostro triste, de preocupación y afán”, el primero representa el mar de la generosidad. Mar vivo, luminoso. El segundo proclama el afán del egoísmo. Es un mar seco. Muerto. Infecundo, pero siempre seductor. El primero conoce el olor de sus próximos, el segundo agradece lo putrefacto de lo superfluo. Si, de lo frívolo.
Hace dos mil años un “hombre–Dios” propuso a la humanidad una forma de vida totalmente radical; Su ofrecimiento: seguir un camino convocado por el amor, viendo en los semejantes el rostro de Dios. Esto sucedió en un lugar que se encuentra delimitado entre la vida y la muerte. Me refiero a ese espacio del planeta donde nació el cristianismo, y también otras religiones. Tierra sagrada, conflictiva y paradigmática.
Reflexión obligada
Contrastante geografía es la de Palestina, tanto que sugiere reflexión: Un mismo río –el Jordán- convive entre dos mares (lagos) esencialmente distintos el uno del otro: por un lado el de Galilea y por otro el Muerto.
En el de Galilea los discípulos de Jesús pescaron, también fue escenario del Sermón de la Montaña, del milagro de los panes y los peces y, claro, del caminar de Jesús sobre las aguas. El mar muerto, también histórico, simboliza la ausencia de la primavera, lo estéril. Ambos, quizás, representan un mensaje divino.
Disparidad
Existe un escrito de Bruce Barton que bellamente revela esta enigmática disparidad: “Hay dos mares en Palestina - dice -. Uno es fresco y lleno de peces, hermosas plantas adornan sus orillas; los árboles extienden sus ramas sobre él y alargan sus sedientas raíces para beber sus saludables aguas y en sus playas los niños juegan.
El río Jordán hace este mar con burbujeantes aguas de las colinas que ríen en el atardecer. Los hombres construyen sus casas en la cercanía y los pájaros sus nidos y toda clase de vida es feliz por estar allí.
El río Jordán corre hacia el sur a otro mar. Aquí no hay trazas de vida, ni murmullos de hojas, ni canto de pájaros, ni risas de niños. Los viajeros escogen otra ruta, solamente por urgencia lo cruzan. El aire es espeso sobre sus aguas y ningún hombre, ni bestias, ni aves la beben. ¿Qué hace esta gran diferencia entre mares vecinos? No es el río Jordán. Él lleva la misma agua a los dos. No es el suelo en que están, ni el campo que los rodea, la diferencia es ésta: el mar de Galilea recibe al río pero no lo retiene. Por cada gota que a él llega, otra sale.
El dar y recibir son en igual manera. El otro mar es un avaro….guarda su ingreso celosamente. No tiene un generoso impulso. Cada gota que llega ahí queda. El mar de Galilea da y vive. El otro mar no da nada. Le llaman el mar Muerto.”
Los orígenes
Efectivamente, el mar Muerto es el más salado del mundo, (se puede flotar en sus aguas sin esfuerzo) y al ubicarse en el punto más bajo de la tierra (417 metros por debajo del nivel de mar) sus aguas sencillamente no tienen salida. En cambio, el mar de Galilea (o Lago de Tiberiades) de profundo azul marino, generosamente brinda vida al valle de Jordania, porque todo cuanto a él llega sigue fluyendo. Ahí abunda la vida. Es canal, no fuente.
Es significativo que en la cuna de grandes religiones tan claramente se manifieste la diferencia entre dar y recibir, y que sólo recibir, sin dar, es la diferencia entre la vida y la muerte: la distancia entre la paz, que garantiza la vida, y la guerra, que acarrea muerte. ¡Y vaya que el medio oriente es testigo diario de esta verdad! Pues en la ausencia del desprendimiento, los vecinos representan el odio y la muerte - y ellos, a su vez, ven en el otro la fuente de sus agonías: pobreza, desolación, miedo y destrucción. Despojo.
Vida y muerte
Interesante metáfora: Nosotros, como el mar muerto, podemos estar espiritualmente inertes cuando, a pesar de recibir tanto no damos nada. Por ejemplo, nos volvemos enemigos de la misericordia, de esa que se emprende con las manos, no con golpes de pecho, jamás con esas idas dominicales a misa que de regreso olvidan el rostro de Dios que se expresa en nuestros próximos. Estamos muertos en vida cuando hacemos de la misión de vida un mar de autocomplacencias y justificaciones.
Los fallecidos
Muertos, también, están esos políticos y funcionarios que se corrompen demostrando así lo mucho que desprecian a su patria. Muertos están esos empresarios egoístas que sienten un enorme placer por adueñarse de cuanto pueden y olvidan su responsabilidad social. Muertos también se encuentran los maestros que en lugar de ayudar a sus estudiantes a potenciar su vocación, siendo testimonios las 24 horas del día, se empeñan por la rutina.
Muertos en vida pueden encontrarse esos jóvenes que canjean la libertad por el libertinaje, la alegría por el vértigo, el amor por el hedonismo, el tiempo por la desgana, las virtudes por el vicio, la posibilidad de emprender por la estéril crítica, el quehacer productivo por la excusa.
Muertos están los que viven sin el impulso de un sublime ideal y los que piensan que vivir el amor significa participar en un fraude general; por ejemplo, en ese que los feligreses de algunas religiones justifican en limosnas y no en acciones.
Muertos, como ese mar, estamos cuando subordinamos nuestros actos exclusivamente a metas económicas; cuando vendemos nuestras conciencias al mejor postor; cuando hacemos de los medios fines; cuando creemos que el dinero y los lujos son las divisas de la felicidad; cuando vivimos impávidos, habituados y apáticos ante la pobreza que cotidianamente arrebata la vida a millones de mexicanos. Cuando al aparentar renunciamos a ser.
Difuntos ya estamos cuando caemos en el aburrimiento o hacemos lo mínimo en la chamba; cuando no respetamos las leyes sagradas de nuestro oficio. Cadáveres somos cuando no alcanzamos a comprender la enorme diferencia que existe entre el éxito y el mérito; cuando impotentes se vuelven nuestros espíritus por haber accedido a la hipocresía y mediocridad. Extintos estamos cuando nos ausentamos del milagro de la vida.
Pero también, mares de Galilea, somos cuando no todo nos da igual, cuando descubrimos la ausencia generalizada del amor en la sociedad contemporánea, pero seguimos teniendo fe en sus posibilidades e intentamos ser hoy, personalmente, un poco menos egoístas que ayer; cuando evitamos la pereza; cuando convincentemente decidimos no morir mientras estamos vivos; cuando damos dos gotas de agua por cada una recibida.
Cuando nos sabemos “finitos, pero también eternos”; cuando imitamos la misericordia de esas fructíferas manos que hicieron el milagro de los panes y los peces.
Encrucijada
Ambos mares convocan una geografía a elegir, una elección a ser: una encrucijada. Optar por el de Galilea, por la generosidad y gratitud, no es el camino más dócil, porque – de nuevo las paradojas - implica renuncia; tal vez sufrimiento; siempre desapego, pero ésta es una elección prudente y trascendental. Porque es dando como recibimos, otorgando razones de vida como podemos encontrar las propias.
Si acaso decidimos ser generosos hay que hacerlo de prisa, sin demora, no vaya a ser que por vivir egoístamente acumulando, muramos sin siquiera haber vivido. ¡Abramos bien los ojos!
La pregunta es: “¿Cuál es el mar que abunda y colma nuestros personales corazones?”. Sin duda, en el ocaso de nuestra existencia, con certidumbre, llegaremos a saber la respuesta acumulada de esa vital pregunta; por lo pronto, no por conveniencia, sino por convicción sería deseable repartir gratitud y generosidad, aunque cueste desgastar la soberbia que recubre las paredes de nuestros ingenuos y metálicos corazones. Entonces, por lo pronto: “Demos y vivamos”. Dejemos que nuestros rostros reflejen un poco de esa humanidad perdida. Permitamos que reflejen alegría.
cgutierrez@itesm.mx
Programa Emprendedor
Tec de Monterrey Campus Saltillo