Café Montaigne (presentación)
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Usted lo sabe, bebo café toda la mañana. La infusión que escurre cotidianamente de mi cafetera es amarga, fuerte, dura y duele en el gaznate cuando uno la pasa, cuando uno la toma y la sorbe. ¿Cuántas tazas de café disfruto? No lo sé. Nunca las he medido ni numerado. Nunca lo he pensado. Pero son suficientes. Suficientes para leer los diarios, repasar las notas escritas el día de ayer y, acaso, explorar libros al alcance de la mano. Mientras esto sucede, no pocas veces el calor de mi café, de mi taza, escapa, se evapora este calor plácido. ¿A dónde se va el calor de mi café?
Reniego del endulzante. Me gusta mi café amargo y fuerte. En ocasiones, sólo en ocasiones, tal vez cuando la vida aprieta afuera de mi residencia, de mi habitación y afuera de los límites de mi escritorio –donde suceden las grandes epopeyas que aquí le cuento y le he contado a lo largo de los años en estas generosas páginas de VANGUARDIA–, le agrego una generosa porción de ron o de brandy –la medida son dos dedos, no más–. Así me gusta beberlo en días de tormenta. Así se puede tolerar la vida. Una vida agradable al final de cuentas. Y si hablamos de la vida, tenemos el deber y obligación de montarla en cualquier tópico, experiencia, arista e imagen de ésta. Nada humano nos es ajeno. Y nada humano le fue ajeno a Michel de Montaigne (1533-1592).
Buena parte de su vida, casi toda, transcurrió en la soledad de su habitación en su castillo, entregado a la lectura, a la redacción de sus ensayos y atento a la polución de sus ideas. Hoy sus letras y divagaciones las conocemos como “Ensayos”. Él y no otro fue quien lo cristalizó y lo dejó en letra redonda en una obra original, poderosa y portentosa a la cual nosotros, tristes y escuálidos lectores, rendimos tributo y fervorosa atención. ¿Cuál es el motivo de sus ensayos? Todo.
Un día, don Germán Froto y Madariaga, ya unido a la eternidad y en animada tertulia en un merendero local, al comentarme de la obra de Michel de Montaigne, la resumió con una economía de palabras dignas de elogio: “En Montaigne, como en la Biblia o como en el Quijote de Miguel de Cervantes, mi Chuy, encuentras respuestas a todas las preguntas. A todo lo cual oses preguntar…”
El Magistrado tenía razón. El ensayo tal como lo concibió y escribió Montaigne se “enrolla” y “desenrolla” a placer, estilo y talento del escritor en turno. En la soledad de su buhardilla, “entre pocos, pero doctos libros”, el dos veces Alcalde de su ciudad fue contemporáneo de Miguel de Cervantes (1547-1616), y sobre ellos está construido nuestro patrimonio intelectual y literario. Absolutamente todo.
Esquina-bajan
El “Señor de la Montaña” –como le dice el chileno Jorge Edwards en una novela portentosa, sí, a mata caballo entre la ficción y el ensayo–, apenas a los 25 años de vida, ya se consideraba “viejo, cansado, en cierto modo acabado”. A los 55 años inició una relación misteriosa con una joven, Marie de Gournay, a quien no dudó en tenerla como “hija en adopción”, sin embargo, seguía casado y, con cierto o mucho pudor, mantenía con frágiles hilos, las costuras de su matrimonio, aunque un cierto escarceo erótico se desata entre el maestro, el escritor de los célebres “ensayos” y la núbil admiradora que no ceja en su deseo de conocerle hasta lograrlo y, al parecer, conocerle “de cerca”.
En un mundo donde el futbolista Lionel Messi es comparado con Charles Chaplin, como fuente de inspiración; donde Diego Armando Maradona apelaba a la mano del Dios para meter goles –luego cobraba una suma millonaria por repetirlo–, tal parece que a nadie escandalizará si decimos que Michel de Montaigne es el mismísimo Dios empuñando una pluma de ganso para escribir sus portentosos ensayos.
Y sobre este blasón, sobre este riel de ferrocarril expreso o barco que se levanta y golpea las olas de pleamar, he construido y anudado letras para este nuevo proyecto sabatino de literatura comprimida en esta columna: mientras usted se toma un buen café, jugo o pócima a su elección, yo le contaré semanalmente sobre temas, tramas, sucesos, sensaciones, olores, sabores, colores; en ocasiones, la mano atrapará al ensayo de tan ligero el peso; en otras, tal vez sea el argumento pesado y tengamos la obligación de llevarlo y atraparlo sólo en la mente o en el corazón. No tendremos temas aborrecidos ni tramas tabú. ¿Hay derrotero trazado? No. ¿Hay una meta al final de la travesía, del túnel o hay una orilla la cual habremos de alcanzar? No. El turista trae ticket de ida y vuelta y su maleta perfectamente empacada con un itinerario hora por hora… Nosotros somos viajeros, lector. No sabemos del día de mañana.
Letras minúsculas
Lo invito a viajar conmigo tomando un aperitivo en el “Café Montaigne”. Aquí lo espero 52 sábados… y claro, tenga usted el mejor año de su vida.