Café Montaigne 9
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TEMAS
Avanzamos en el café dando un sorbo y retomando los hilos de la columna pasado donde abordamos a figuras calientes (jamás tibias) de la literatura universal, los cuales dejaron una obra impresionante, crítica y machacada en el yunque de la amargura y acidez de los pensamientos que tienen como objetivo uno solo: la nula apuesta y fe por esos llamados humanos.
El género humano. Con el austriaco Thomas Bernhard nunca hubo ocasión de medias tintas o paños tibios. Su posición fue vertical hasta el día de su muerte y aún, después de ella. Su relación amor-odio con Austria, lo orilló a prohibir durante la vigencia de sus derechos de autor después de muerto (setenta años), toda edición, representación o publicación impresa de su obra.
Por lustros, las autoridades de cultura y medios de comunicación le persiguieron con campañas de aniquilación y violencia en su contra. Cuando recibía algún premio literario, Bernhard no perdía la oportunidad de criticar todo lo criticable del sistema político y cultural en turno. Cuando dimitió públicamente a la pomposa Academia de Lengua y Poesía (a la cual tildaba de tener el “nombre más absurdo del mundo”), les enderezó el siguiente discurso el cual aún resuena en la eternidad. Escribió Thomas Bernhard: “Si ya un poeta o escritor resulta ridículo y, donde quiera que sea, difícilmente soportable para la sociedad humana, ¡cuánto más ridícula e inaceptable resulta toda una horda de escritores y poetas!… Los poetas y escritores no deben ser subvencionados, y mucho menos por una Academia subvencionada, sino ser abandonados a sus propias fuerzas”.
Pontificó con el ejemplo. Fue comerciante. Trasvasaba de la forma “más virtuosa” el vinagre y el aceite de los recipientes mayores a los cuellos de botellas más delgados, sin embudo. Cargaba sacos de ochenta y cien kilos y los apilaba en el sótano de la tienda donde era empleado. Fue también chofer de reparto de una conocida marca de cerveza austriaca, lo cual le supuso conocer a la perfección la ciudad de Viena. Fue infeliz la mayor parte de su vida. Su condición pesimista sobre el género humano aparece como motivación vital en su literatura a la cual me adhiero por un motivo: la sociedad actual, y también en la época en la cual vivió Bernhard, da igual, sigue siendo la misma: está plagada por cínicos del oficio (Donald Trump, Erdogan, Jaime Rodríguez…), no hay puntos de apoyo identificables en la vida política, en materia de salud pública o materia cultural y todo, todo está podrido. Por deseo expreso, la tumba de Thomas Bernhard no tiene nombre alguno. Olvídese esta triste canción.
Esquina-bajan
Hay un personaje memorable, creado por León Tolstói, es Iván Ilich. Antes de que el mundo se le precipitara con toda su fiereza, a los 45 años de edad, el cosmos parecía ser puro, feliz y perfecto para el Juez de provincias, Iván Ilich Golovín. A punto de ser nombrado para una jefatura mayor y con un considerable aumento en sus emolumentos, pero antes de saberlo él mismo y precisamente para reducir gastos, específicamente en el año de 1880, nos cuenta Tolstói, Iván Ilich solicitó licencia a su cargo y cargó con esposa e hijos para pasar el verano canicular ruso, en la casa de campo de los padres de su esposa, Praskovia Fiódorovna.
Fijemos atención en lo siguiente: aquí y sólo aquí, nos dice el escritor, Iván Ilich “en el campo, sin ocupación, por primera vez experimentó… no solamente el tedio sino una tristeza intolerable, razones por las cuales determinó que no era posible vivir de aquel modo…” uf. Qué ecuación: naturaleza más tedio y ocio es igual a tristeza. Así de sencillo. La historia “La Muerte de Iván Ilich”, todo mundo la conoce, es ingrata, rasposa, pero a la vez, tiene un final fuerte, bravo, donde se pulsa la verdadera poesía.
Y cosa “curiosa” por decir lo menos, el conde Lev Tolstói largó propiedades, dineros y regaló todos sus bienes… para irse a vivir con los campesinos y al campo. Tolstói aprendió un oficio: se hizo zapatero. En una especie de vocación adánica y el regresar a las cosas básicas y primigenias. Thomas Bernhard despreciaba al mundillo cultural de su tiempo. Tolstói terminaría igual que el austriaco, por despreciar todo bien cultural y prefirió elaborar zapatos; “algo útil” para el ser humano, escribió en sus diarios. Yo, como Michel de Montaigne, recluido en mi residencia, usted lo sabe, tengo lustros rehuyendo el contacto con los seres humanos. Misántropo moderno, ya no se me dan del todo bien las relaciones humanas. ¿Y si me voy al campo como Tolstói, aunque me de tristeza y tedio como a su personaje, Ilich?
Letras minúsculas
Un amigo que me conoce harto, don Oscar Wong, un día me dijo a rajatabla: “Usted no aguantaría ni un día cien metros fuera del pavimento ‘Maestro Cedillo’”. Le creo.
Dos escritores de la literatura universal dejaron una crítica y machacada de amargura con un objetivo: la nula apuesta y fe por esos llamados humanos