Ay, el deseo…
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"La hermosura, inconsciente/ De su propia celada, cobró la presa/ Y sigue. Así, por cada instante/ De goce, el precio está pagado:/ Este infierno de angustia y de deseo" Luis Cernuda
En el carnaval de la comedia humana nada más estremecedor y escandaloso que el deseo. No me refiero al amor, al cariño y a esas formas de expresión afectiva que los animales y los seres humanos solemos ver y sentir. Me refiero al deseo, al puro deseo, al deseo irrefrenable de la carne, a la intempestiva mordedura de la necesidad de placer meramente corporal.
La psicología –esa ciencia que ha permanecido en pañales desde su nacimiento- brinda mil explicaciones en torno de ese cepo de fuego que ciñe nuestros miembros, nuestro pensamiento y nuestra conciencia, conminándonos a realizar acciones que en otras circunstancias nos parecerían ridículas, acaso patéticas.
Freud retomó el término “libido” para nombrar esta fuerza descomunal e instauró una mancuerna que algo nos dice acerca de nuestra constitución psicológica; tal binomio fue denominado por el padre del psicoanálisis como “Eros y Tánatos”: nuestros impulsos de creación y destrucción –vida, muerte- son engranajes complementarios en la sofisticada maquinaria de nuestra psiqué.
Quise, como tantos, pensar que la libido iría muriendo con el paso de los años, o que, al menos, iría quedando tan adormilada que terminaría por entregarse al sueño para siempre y, a estas alturas, dejarme en paz; así podría continuar con mis pasiones estéticas y otros asuntos menudos, sin sobresaltos, sin padecer las filosas dentelladas del deseo, tan sorpresivas, tan inesperadas, que trastornan por completo la vida ordinaria.
Pero no es así, no ha sido así. El deseo erótico continúa tan vivo que martiriza la carne, ofusca la conciencia e interrumpe el neutro (?) suceder de los días. El “cupiditas” latino sigue pinchando uno y otro costado en los momentos menos oportunos. Un cuerpo hermoso; unos brazos, unas piernas, un tórax hermosos sacuden con la violencia de una descarga eléctrica a un ser que debería haber alcanzado ya cierta serenidad.
Por muy serio que sea el asunto que debe tratarse, por muy solemne o importante que sea el acto al que se acude, por muy interesante que sea la charla o la conferencia que se ofrece… Todo lo echa por la borda el abrupto e intempestivo deseo. El hecho mismo de caminar tranquilamente por la calle se convierte en una tortura cuando de pronto, entre la multitud, interrumpiendo la secuencia, emerge un cuerpo vigoroso y simétrico, que en el acto se convierte en el objetivo de nuestro inminente deseo.
Protuberancias, curvaturas provocadas por el trabajo o el cultivo del cuerpo, abultamientos, involuntarios giros pélvicos al andar, oscilación de espaldas y caderas: todo se convierte en una colección de instrumentos de tortura que ni la Santa Inquisición pudo inventar. Entonces, la tranquilidad de nuestros pasos sufre una metamorfosis y se agita, como el ritmo de nuestra respiración; la mirada se transforma de inmediato en un catalejo. Así, en pocos segundos, todo salta dentro de nosotros y el catalejo improvisado de nuestra mirada es capaz de atisbar, allá, entre docenas de personas, puestos de comercio informal, tiendas, autos, agentes de tránsito, agentes policiacos y demás obstáculos, siguiendo a distancia aquel ser humano que, en un instante se convirtió, mágicamente, en el bochornoso objeto de nuestro deseo.
¿Qué es de nuestra voluntad, entonces? ¿Qué es de nuestra razón y de nuestro sentido común? ¿Es posible que un hermoso ejemplar humano haga saltar en pedazos todas nuestras “defensas”, el conjunto de atributos que, según todas las ciencias, nos convierten en seres racionales? No tengo respuestas; ante este ígneo fenómeno sólo tengo preguntas, preguntas trémulas, suplicantes, dichas casi al oído y acompañadas de un “ay…” de ruego urgente, casi místico.
Hace pocos meses, el historiador saltillense Carlos Manuel Valdés me instruía, en una carta electrónica: la palabra “deseo” lleva en sus entrañas el vocablo “astro”. Lo hacía porque en uno de mis borrones escribí que “desastrado” –y “desastre”- son términos que aluden a la “mala suerte”: los astros no me fueron favorables, etcétera… Recuerdo a Carlos en este momento porque la palabra “deseo” -y la histérica, estruendosa, catastrófica e irracional pasión que provoca en nosotros- parecieran ser eso, al menos a cierta edad: un verdadero “desastre”, un “des/astro”.
Puedo enfrentar fácilmente la visión de esplendentes alhajas, de autos de lujo, de las bellísimas prendas que crea un buen diseñador de modas, de bruñidos candelabros de plata, de alfombras persas auténticas, de caros y exquisitos perfumes, de piedras preciosas, de mansiones incalculables y de muchas cosas más que la codicia, el afán de posesión de belleza y la ambición hacen caras a los mortales. Deslumbrado por su hermosura, admiro tales objetos y el hecho de no poder poseerlos no despierta en mí ninguna inquietud. Pero… cuando el azar me enfrenta a un cuerpo hermoso, cernudianamente hermoso, el alma se me detiene, por así decirlo, y empiezo a sufrir instantáneamente una zozobra, una ansiedad que ningún fármaco puede curar.
La edad me ha ensañado a mantener cierta dignidad ante tentaciones tan portentosas, aunque sé que esa dignidad no deja de ser una máscara –una más-, pues piel adentro todo hierve, todo se conmociona, todo arde y sufro la certeza de que es así. Por eso prefiero evitar, casi al instante, tales encuentros, esquivar esos enfrentamientos inventándome motivos extravagantes; si no es así, mi conciencia y el débil control que ejerzo sobre mi voluntad se desmoronan y todas mis células claman por irrumpir en aquel voluptuoso hábitat de carne, intempestivamente deseado, pero que no es el mío.
Creo comprender algunas de las tentaciones a las que algunos sabios e iluminados han sido sometidos. Las que se ofrecieron a San Antonio, por ejemplo, al Buda o a Jesús. Ellos pudieron soportarlas porque estaban hechos de otra materia; yo, en cambio, sólo estoy hecho de la misma materia que el sueño, y no me abismo en la posesión del objeto de mi deseo no porque no lo quiera, sino simple y amargamente porque no soy objeto de deseo, ni en la misma medida, ay, ni en ninguna.
Malos augurios para este nuevo año, además de los otros…