Autorretrato salón independiente
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Entre los 10 cuadros que no pudieron entrar en la selección de las obras que conformaron la exposición de la Primera Bienal de Autorretrato, recién exhibida en el Museo Rubén Herrera, tampoco encontramos nada que aluda a los movimientos estéticos posteriores al Pop Art y nada que tenga que ver con los recursos electrónicos que, desde hace varias décadas, han transfigurado lo que convencionalmente llamamos “arte”.
Óleo, grafito, pastel, carbón son las técnicas más utilizadas por estos 10 artistas que han hecho de su rostro, de su propio cuerpo, su modelo. A partir de estos elementos, y tomando como soporte el papel, el lienzo o la tabla de madera, estos pintores han dejado algo de sí en estas piezas.
Gracias al pintor Élfego Alor, quien me enteró de que esta exposición se había inaugurado en el Kim Café Arte Bazar, pude asistir una tarde a esta vieja casona que el poeta Víctor Palomo y Cynthia, su mujer, han convertido en un centro cultural marginal y extraordinario, gracias al esfuerzo y al trabajo conjunto, y a la participación de amigos como el periodista, promotor cultural y teatrista Cirilo Recio, al poeta José Domingo Ortiz y a otros entusiastas colaboradores.
En el empeño por apoyar y promover el trabajo de nuestros artistas, aquéllos que hacen posible que el arte se mantenga en excelente estado de salud en esta ciudad, pergeño rápidamente estos párrafos, pues la exposición –“Autorretratos Sin Censura”- estará abierta al público sólo hasta el 9 de septiembre, si no recuerdo mal.
Lo primero que salta a la vista en esta muestra es la calidad de la mayoría de las obras. Con fines meramente pragmáticos, agrupo en “tendencias” la obra de estos pintores, bajo la advertencia de que tal disposición es provisional, tan provisional como los nombres de las corrientes estéticas y hasta los de los periodos históricos: ¿”Impresionismo”? ¿”Cubismo”? ¿”Edad Moderna”? ¿”Edad Contemporánea”? Nada más ambiguo que estas denominaciones.
En primer lugar, veo en algunos de estos artistas una proclividad hacia la práctica de una suerte de “metapintura”, combinada, en el caso de Omar Campos, con cierto tenebrismo alegórico. Los cuadros de Mercedes Murguía e Irma Villarreal están elaborados al pastel, pero este es un ejemplo claro de cómo una técnica puede ser tratada de distinta manera, según el estilo y los propósitos del artista. En el caso de Mercedes Murguía -“Qué alegre está María”-, el pastel es granuloso y, a pesar del realismo de la ejecución, la textura resulta casi impresionista. La pintora nos mira con sonriente franqueza y parece salir del caballete que está tras ella y en el que instaló su gran cuaderno cuyos pliegos se mantienen sujetos con pinzas de metal.
La obra de Irma Villarreal –“Así fui”- desentona un poco entre estos diez artistas, pues aunque su destreza en el manejo del pastel es indiscutible, el retrato parece salido del estudio de un tipo de fotógrafo. El único rasgo que le otorga cierto misterio es esa mano que está pintándola mientras ella nos mira con coquetería. Si Irma Villarreal se atreviera a trascender su habilidad y no sólo regodearse en ella, tendríamos a una pintora como Mercedes Murguía, que está en constante búsqueda, sin renunciar a su sólida formación. Para cualquiera que vea esta obra de Irma Villarreal le quedará claro que su formación es igualmente sólida: ¿por qué no ver lo que hay más allá de la montaña?
Otro cuadro que participa de este sentido “metapictórico” es “Yo” (Óleo/madera), de Omar Campos. De técnica impecable, Campos es también un pintor de indudable ascendencia barroca. Lo dice no sólo el tratamiento de su tema sino el tema mismo: su autorretrato es un “trampantojo” circular, lo que no es poco decir. El pintor se asoma por el hueco de un marco ricamente labrado, a medias cubierto por brocados, y mira con curiosidad hacia la izquierda. Pero atención: el joven pintor mira hacia la izquierda del exterior del cuadro, es decir, hacia ese espacio en el que estamos nosotros, los espectadores. Desde el punto de vista de la disciplina “académica” Omar Campos es quizá el único que podría equipararse a Élfego Alor.
En segundo lugar, advierto una fuerte tendencia hacia el expresionismo alemán, evidente en los autorretratos de Mayelo Cársol –“Empericado y enchamucado”, técnica mixta-, Víctor Chev –“Chev”, grafito/cartón-, Isidoro Maximiliano –“Exilio del momento”, óleo/tela- y David Adame –“Autorretrato”, óleo/lino-. Cársol y Chev recurren a un primerísimo plano, explotando una gestualidad casi histriónica. El “Empericado” de veras arde en su delirio y el color se convierte para él en un aliado que contagia al espectador. En “Chev” no hay color, pero su rostro, como el del anterior, parece haber pasado su buena temporada en el Infierno. En Cársol el dibujo se somete al juego de un color electrizante; en Chev el dibujo se presenta desnudo, mostrándonos así uno de los grandes recursos del pintor.
En el cuadro de Isidoro Maximiliano encuentro el reflejo de Egon Schiele, sus sinuosidades, sus torturas, sus espectros. En David Adame se funden el expresionismo y el fauvismo: su pincelada gruesa, el empaste, el color luminoso de su rostro y su camisa de un rojo encendido lo remiten a un momento en que la pintura se había desembarazado ya de muchas normas. Maximiliano y Adame nos miran frente a frente: el primero como un personaje de Poe; el segundo como un desafiante poeta de la generación beat.
De estirpe académica, Américo Pugliese presenta un autorretrato múltiple, como el de algunos pintores barrocos y modernos: “Five Portrait” (óleo/madera), que alude, quizá delibera e indirectamente, al célebre triple autorretrato de Van Eyck. Pugliese podría formar parte del grupo en que imagino a Élfego Alor y Omar Campos si hubiera algo más que técnica. Indudablemente es un buen cuadro: ¿qué nos dice?
Dejo para el final a dos pintores antípodas: Horacio García Rosas y Élfego Alor. No podríamos encontrar a artistas más diferentes en esta muestra, y sin embargo, ambos son lo suficientemente interesantes como para detenerse a ver su trabajo una y otra vez. La calidad artística de ambos es incuestionable a pesar de sus extremas diferencias: Meticuloso orfebre, Alor; irreverente de la plástica, García Rosas.
El segundo ofrece un “Autorretrato más allá del color” (carboncillo sobre tela) que no es sino una cabeza, la del autor, instalada en medio de una oscuridad texturada con algo más que carboncillo. Con unas cuantas líneas, el pintor ha trazado su rostro y no se ha preocupado lo más mínimo en enmendar o borrar los “errores” porque, sencillamente, esos “errores” forman parte de la obra, que pareciera más un “work in progress” que algo “terminado”. Y es esto, justamente, lo que hace de todo el trabajo plástico de Horacio García Rosas una aventura única en esta ciudad. No conozco a un pintor que trabaje con esa soltura, con esa absoluta libertad. Pareciera decir: “¿Gusta mi obra? Qué bien. ¿No gusta? Me da igual”. ¿Arte marginal? ¿Informalismo? ¿Art Brut? Varias corrientes de las vanguardias históricas y la obra de algunos artistas como Jean Dubeffet y Paul Klee confluyen en el trabajo de este pintor coahuilense.
Élfego Alor, por su parte, presenta un “Autorretrato con máscara” (óleo/madera) de una aparente sencillez. Vemos medio cuerpo del artista que nos mira con extraña seriedad volviendo un poco la cabeza hacia nosotros; lleva en su mano derecha una máscara sostenida en una larga vara; la máscara sonríe. La factura del cuadro es espléndida, pero además de eso, la alegoría resulta inquietante, aunque nos resulte familiar. La máscara es un instrumento utilizado desde la Antigüedad para diversos fines. ¿Para qué la utiliza Élfego Alor en este cuadro?
Dice Sor Juana en uno de sus más famosos romances –“Finjamos que soy feliz, / triste pensamiento, un rato…”-: “El que está triste censura / al alegre de liviano, / y el que está alegre se burla / de ver al triste penando. // Los dos filósofos griegos / bien esta verdad probaron: / pues lo que en el uno es risa / causaba en el otro llanto…”
El cuadro de Élfego Alor pareciera la representación de este poema de Sor Juana, y de hecho, parece la “ilustración” de ese antiguo binomio que constituyen la tristeza y la alegría: Demócrito y Heráclito, respectivamente. En otro ámbito, el símbolo del Teatro: el dolor y la risa unidos o yuxtapuestos en “Hamlet”, por ejemplo, quien tuvo que fingir lo que no era.
Aquí me detengo, pues ante un cuadro como éste de Élfego Alor continuaría bordando analogías hasta desembocar nuevamente en la obra. Ya lo haré después. Baste decir por el momento que este “Autorretrato con máscara” podría figurar en cualquier gran exposición de arte mexicano contemporáneo con sobrado mérito.