Amor a Tlaxcala
COMPARTIR
TEMAS
Llegué a Tlaxcala ya hace muchos años -en tarde humedecida, lo recuerdo-, y una súbita saeta de amor me partió el alma. ¿Por qué las ciudades de México me dejan prendado y prendido, como a los místicos las vírgenes? Me enamoré de Oaxaca a la primera vista, y a la segunda me enamoré aún más. Voy transido de amor por Zacatecas, por Morelia, por San Luis Potosí, por Mérida, por Puebla, por Campeche, por San Cristóbal de las Casas, por Álamos de Sonora, por Veracruz, por la monstruosamente hermosa Ciudad de México... Y aquella vez quedé rendido sin capitulaciones a Tlaxcala.
Cuando entré a ella por la puerta chica -ninguna grande tiene esa ciudad diminutiva, ni la de su plaza de toros- me poseyó esa sensación que los franceses llaman “déjà-vu”. Supe que ya había visto esa ciudad: su plaza recoleta con cenefa de lirios pensativos; la cuesta empedrada bajo los árboles basilicales; aquella fuente pomposa de donde brotan las aguas vivas que dejó en herencia Xicoténcatl chico, el grande...
Y es que me hallaba en la ciudad donde vivieron los abuelos de mis tatarabuelos. Ahí nació la estirpe tlaxcalteca de la que estoy hecho por mitad, quizá la mitad más grande, como dijera el tonto. Guiado por Jesús Dávila Fuentes, sabio cicerone (“El Águila” de nuestra otra juventud), fui y vine por Tlaxcala. Más fui que vine, pues no regreso todavía de aquella andanza por las callejas que conoció Cortés y vio Doña Marina al pie de los dos mágicos volcanes, el uno hombre y humo, que son lo mismo; el otro mujer y sueño, que lo mismo son.
Tlaxcala es una ciudad a la exacta medida de los hombres. No tiene muchos habitantes: es la pequeña capital del más pequeño estado del país. Dicen los sabios urbanistas que donde hay más de 100 mil humanos juntos empiezan a morderse unos a otros, o a hacerse cosas aún más feas. En Tlaxcala todos se saludan, y eso es muy bonito. En Tlaxcala todos te saludan, y eso es todavía más bonito.
Mínimo y dulce, como dijo Rubén que era San Francisco, es el solar de Tlaxcala. En una hora se le ve, y queda tiempo para verse también uno. Tlaxcala tiene un poquito de Saltillo a cambio de lo mucho que Saltillo tiene de Tlaxcala. Descubro algunas ventanas con rejas emplomadas como las que aquí vemos todavía, gracias a Dios, en abundancia.
Si una de esas ventanas tlaxcaltecas se hubiese abierto de repente y me hubiera saludado tras de sus postigos una modosa señorita saltillera, me habría quedado como si nada, pues lo habría reconocido todo.
Las casas de Tlaxcala están pintadas de un color que no sé qué color sea. ¿Es rojo ladrillo; terracota oscuro; el que llaman chedrón; ocre subido; café rojizo; rojo acafetado; bermellón?… Preguntamos a la muchacha de la tienda de qué color es la pared.
-Manchado.
Preguntamos al librero en la esquina de la plaza de qué color es la pared.
-Manchado.
Preguntamos al joven intelectual que pasa con La Jornada bajo el brazo de qué color es la pared:
-Manchado -responde como con extrañeza de que alguien no sepa qué color es aquel color.
Por muchos días llevé en los ojos ese color que no sé qué color es. Lo llamaré color Tlaxcala. Es el color de la mitad de mi alma. La otra mitad tiene los colores de la España eterna.