Alfredo García: El hombre de Gatuperio
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Conversaciones con el poeta que tuerce en versos día a día una realidad que nos rebasa
Saltillo, Coahuila. La tarde estaba encapotada, heladita, sabrosa, muy saltillense. Cantinera, en una palabra.Y a mí se me quemaban las habas por irme a platicar con el maestro Alfredo García Valdez, a la mesa de alguna vieja cantina saltillera y frente a dos generosas botellas de cerveza, bien heladas, pero no se me hizo El maestro dijo que no.
La radiola, el ruido, objetó. Se trataba de un asunto evidentemente serio: la realización de una entrevista-perfil al maestro, con motivo de la publicación de su última obra literaria: Gatuperio (el maestro ha escrito unos 10 libros de prosa y poemas), que es una antología de sus mejores epigramas, aparecidos de diario en la primera plana del periódico Vanguardia.
Lo adecuado, sugirió el maestro, era que nos quedásemos aquí, su lugar de trabajo, su pequeña oficina modular, que es un escritorio blanco y rectangular, atestado de periódicos de la semana, libros, libretas y su computadora. El sitio donde escribiera y escribe día con día sus epigramas.
Por último insistí en que fuéramos a su casa. Quería yo conocer su sala, el cuarto donde duerme, su biblioteca o el rincón donde durante una buena temporada, ocho años quizá, el maestro acostumbraba oír música clásica a las 5:00 de la madrugada, cuando en su morada y en su calle no había ruido, sólo silencio y se podía degustar la música en todos sus matices, todos sus tonos. Se disfrutaban muchísimo los discos a esas horas
Quería yo conocer el laberinto donde brotan las tantas y tantas ideas que pueblan las columnas, las crónicas, los artículos, los poemas del maestro. Los escritos donde yacen todos sus pensamientos.
Los chavillos, soltó el maestro, directo como es, refiriéndose a sus hijos pequeños, que a esa hora estarían, seguramente, viendo las caricaturas y nos distraerían de la entrevista.
DETRÁS DE LAS MARIPOSAS, HASTA EL PARAÍSO
Y a mí que tanto se me antojaba echarme a caminar por las ruidosas calles de la ciudad con el maestro. Así como hace él cuando va a pie de su casa al trabajo y del trabajo a su casa, hasta la vetusta colonia Antonio Cárdenas, donde ha vivido desde que tenía cinco años de edad.
Qué interesante, me figuré, hubiera sido pasear por los patios de la primaria Adolfo López Mateos, la escuela que fuera del maestro en sus primeras letras, y donde transcurriera su infancia feliz.
Allá, cuando en los eternos recreos, al maestro Alfredo García, el penúltimo de una familia de seis hermanos, le gustaba correr hacia al monte -entonces todo era monte y la escuela no tenía bardas-, con sus amigos del grupo a cazar mariposas amarillas, mariposas blancas y azules, cada cual con su rama espinosa en la mano. A cazar mariposas, las mariposas que pasaban por parvadas, sobre todo en los meses de marzo y septiembre, cuando comienzan la primavera y el otoño.
Hasta que el timbre de la primaria ponía fin a la aventura y a la ventura. Corriendo y jugando nos íbamos lejísimos, escuchábamos el timbre, o imaginábamos oírlo, como a dos kilómetros de distancia y regresábamos 20 minutos después de la hora en que acababa el recreo. Quién sabe si exista el paraíso. Pero corriendo detrás de las mariposas, con la ligereza de la infancia, te dabas cuenta de pronto que estabas corriendo ya sobre las praderas del paraíso, me dijo.
UNA CIUDAD CAMINADA, PENSADA, SOÑADA
Y yo tuve que conformarme con imaginar al maestro yendo por las calles añosas del Saltillo de la década de los setentas, el maestro que no se cansaba ni se cansa de caminar, cuando la ciudad llegaba solamente hasta la calle de Emilio Carranza, al poniente, la terminal de autobuses, al sur, la calle de Urdiñola, al oriente, y al norte los edificios del Ateneo Fuente y el Tecnológico.
Y en México empecé a hacer lo mismo, aunque es una ciudad inmensa, hacía unas caminatas bastante largas, ya tenía oficio para ello. Es una ciudad muy interesante, que conoces realmente cuando la caminas a pie. En automóvil, en pesera, en metro ves solamente manchas en movimiento: ves las cosas como son cuando caminas las calles.
Hay calles antiguas, calles misteriosas, calles lascivas, calles sórdidas, calles lúgubres.
Caminando un sábado por la tarde por el vasto y elegante Paseo de la Reforma de la capital, el maestro conoció personalmente, nada más y nada menos, que al poeta Octavio Paz, Era 1989, todavía no le daban el Premio Nobel.
Alfredo García rondaba los 25 años.
El maestro, ya dije, transitaba por dicho paseo, cuando se acordó, en la esquina de la calle de Río Guadalquivir, que por allí vivía el vate. Alfredo García se atrevió a subir a su piso, en un edificio de diez, según las señas que le había dado algún amigo en el Fondo de Cultura Económica, y tocó a su puerta.
Le abrió el mismo Paz, en persona. Platicaron durante unos veinte minutos. Era un hombre de estatura mediana pero su cabeza era poderosa, jupiterina: su mirada fija y seria no era menos imponente. Tenía visitas en su departamento, según me dijo, entre ellas me parece recordar a Milan Kundera. Esta fue sin duda una de las experiencias más emocionantes en la vida del maestro Alfredo García Valdez, que ya sabía de Paz por sus libros. El maestro se había leído en la adolescencia casi toda la obra del bardo.
UNA COLONIA DE IGLESIAS,
PROSTÍBULOS Y FUNERARIAS Por aquella época, un año después del Gran Terremoto, el maestro García se había mudado a México-Tenochtitlan con la firme intención de culminar en la UNAM sus estudios de Letras Españolas, y comenzar a forjar una profesión publicando sus reseñas y artículos de opinión en periódicos y revistas de circulación nacional.
Había alquilado un apartamento, que era más bien una especie de recámara grande de una casa a la que se entraba por la cochera y se subía, hasta un tercer nivel, por una escalera metálica de caracol, en la colonia Narvarte, una colonia de clase media. Anteriormente había vivido en un cuarto de azotea de la Roma, un enclave de clase alta, aunque ya no tan alta, de casas estilo porfirista y en la que bullían las iglesias, los prostíbulos y las funerarias.
- ¿Ibas a la iglesia?
- Sí, principalmente las iglesias a las que iba Ramón López Velarde, cuando vivió allá: él es mi paisano al igual que Manuel Acuña, mis dos paisanos poetas. Él se fue de San Luis Potosí a México más o menos a mi edad, y le gustaban mucho las muchachas, entonces iba a misa para ver a las muchachas, se quedaba a verlas en el atrio de dos iglesias que estaban cada una de ellas a seis o siete cuadras de la casa donde yo vivía.
- ¿Y a los prostíbulos fuiste?
- Sí, aunque nunca he sido aficionado a la carne mercenaria. Estaban los de la Roma y en seguida los de la Zona Rosa, que en ese tiempo ya era una zona de cabarets y bares. En esos prostíbulos había mujeres muy bellas, porque provenían de todas regiones del país. Había lugares donde se bailaba y en la colonia había mucho hotel de paso. Salías con la muchacha para si había dinero suficiente. En ese sentido sí me vi muy limitado, porque eran mujeres muy bellas, pero muy caras.
- ¿Tomabas fuerte?
- Sí, tomaba fuerte en aquel tiempo. En general he bebido fuerte en mi vida, aunque, ¿cómo te diré?, con lapsos también muy largos de sobriedad, se impone siempre la sobriedad por razones de trabajo. Suele uno iniciar la parranda después del trabajo, y la acabas cuando empiezas otra vez a chambear.
Cuando el maestro arribó a esa colonia, la Roma, encontró todavía las mansiones con notables muestras de esplendor de la época porfirista. Habían resistido muy bien el temblor de 1985, incluso mejor que los edificios de departamentos de los años sesentas y setentas, hechos de cubículos chicos, feos y amontonados.
ENTRE PERIODISTAS NO NOS LEEMOS LAS MANOS
Durante aquel encuentro, más bien efímero, entre el futuro Nobel y el maestro Alfredo García, Paz le había preguntado por un poeta coahuilense, contemporáneo suyo, originario de Torreón, pero afincado en Saltillo, que se llamaba Rafael del Río.
Del Río había hecho en esta ciudad, en la década de 1940, una revista nombrada Papel de Poesía y a la que Paz, entonces en plena juventud, y por solicitud del propio Del Río, solía enviar colaboraciones y poemas.
Rafael del Río, quien fuera además secretario general de la UAC, había muerto a finales de los setenta. Empezamos a hablar: que de dónde era yo, le dije que de Saltillo. De inmediato se acordó de Rafael del Río.
Dijo ¿qué me cuenta de Rafael del Río?. Le contesté ya falleció, hace más de 10 años. Como ves, fue una conversación más bien rulfiana, a pesar de la elocuencia ciceroniana que Paz muestra en sus escritos.
Pero lo que yo quería era que el maestro y yo nos fuéramos a una de esas cantinas viejas del centro, porque estas cosas, pensé, solo se pueden platicar y paladear frente a dos botellas de cerveza espumeante y fría, a pesar de que estábamos apenas a 5 grados por encima de cero.
Pero el maestro insistió en negarse. Y yo me quedé con las ganas. Y tuve que resignarme a la atmósfera, a veces gris, monótona, del periódico con sus teléfonos repiqueteando y sus golpes de teclado electrónico haciendo un suave eco en toda la redacción.
Bien, que sí podíamos empezar, le pregunté: ¿ya?, ¿tan pronto? Te pusieron a chambear, maestro, dijo García.
La orden de los editores del periódico había sido que escribiera yo un perfil al desnudo, desnudo, del maestro García Valdez.
Yo no soy encueratriz, me contestó cuando se lo planteé y acuérdate que entre periodistas no nos leemos las manos, remató.
Y empezó por contarme, de buen talante, que nació en un poblado de nombre Cedros, la tierra de su familia materna, ubicado en el municipio de Mazapil, Zacatecas, un 31 de mayo de 1964.
El maestro se había criado en Noche Buena, un mineral de oro y plata, también en Zacatecas, donde vivió los primeros años de una infancia, dijo, un poco fría, agradable y feliz.
LA VASTEDAD, EL FRÍO, LA GEOMETRÍA
Entonces el maestro se divertía jugando con escobas, haciendo caballos de palo con ellas y corriendo a la cuesta debajo de aquella región alta en la sierra, de la que sobresalía una boca de mina rodeada por un cinturón de casas de abobe.
Las casas que la compañía minera había mandado construir para sus trabajadores.
Afortunadamente todavía no existía el concepto infame del Infonavit, entonces eran casas de dimensiones humanas, bien hechas, eran casas de adobe, sólidas, amplias y limpias. No empezaba aún el auge de los juguetes electrónicos, pero tampoco los juguetes abundaban en casa del maestro: únicamente tenía un soldado de plástico color verde olivo, con el que jugó por varios años.
En sus correrías por el pueblecito aquel, que no era frondoso, pero tampoco estepario, al maestro se le fueron acumulando en forma de imágenes esas como impresiones, sensaciones clásicas de vastedad, de frío, de geometría.
No de un frío triste, sino de un frío vigorizante, que hacía bien al cuerpo cuando se respiraba.
Imágenes y sensaciones asociadas con la neblina. Es un lugar muy frío. De hecho era frío la mayor parte del año, no hacía calor, los pocos meses de calor eran bastante templados, más bien predominaba el clima frío, la neblina.
Un día, a sus cinco años, el maestro García Valdez se sorprendió en la contemplación de un cosmos que no era el suyo.
Había venido a vivir, con sus padres y sus cinco hermanos, a la entonces suburbana colonia Antonio Cárdenas, una especie de colonia de zacatecanos en Saltillo, donde todavía no conocían el drenaje ni la pavimentación. Saltillo fue fundada desde Zacatecas, recuerda: el 6 de agosto se celebra la fiesta patronal tanto de Mazapil como de Saltillo, en honor del apóstol Santiago, de manera que la gente de allá somos una especie de proto saltillenses o saltillenses de pro, como también podría decirse.
Mi papá era minero, se jubiló en 1969 en la mina de Nochebuena, propiedad de la familia de Alejandro Gutiérrez, La Coneja, como tantas otras cosas en esta vida y en la próxima. A raíz de su jubilación nos venimos a Saltillo, por causa del clima. Saltillo tenía un clima muy zacatecano, me refiero al frío y la neblina.
En esas estábamos cuando Betty Ramírez, la servicial asistente de la redacción, interrumpió repentinamente nuestra charla para pasarle al maestro el número de teléfono del poderoso David Aguillón, presidente estatal del PRI.
Aquí es cuando, pensé, hubiera sido mejor irnos a una cantina y corrernos, mi maestro y yo, una parranda más apacible.
Justo cuando retomaba el hilo de la plática, vi al fotógrafo Luis Salcedo, que nos miraba desde la lente de su cámara, detrás de la pared de la oficina modular del maestro. Deseaba conservar, dijo, la imagen de ese instante: la entrevista con el maestro García Valdés (¿o Valdez?: nunca se ha sabido cuál sea la forma correcta).
DOS MAESTRAS SALTILLENSES
Mi grabadora analógica no había parado de rodar, seguía registrando en esos momentos los primeros años de la escuela primeria, en la López Mateos, el paraíso sobredorado de las mariposas.
La época donde descubrió lo que era el disfrute de la lectura.
- ¿Qué leías entonces?
- Eran libros de texto de mis hermanos mayores, hasta libros de un abuelo mío que leía mucho y que le había dejado esos libros a mi papá. Por ejemplo había uno sobre el Arte de descubrir manantiales. Era un libro antiguo, como de 1890. Mi abuelo había vivido por aquellos lugares toda su vida y de hecho se dedicaba buscar minas.
Pero entre aquellos libros había uno de poemas que marcaría profundamente al maestro Alfredo García para toda la vida. Se llamaba El declamador sin maestro. Su madre, de quien había aprendido las primeras letras, se lo dio a leer.
A partir de allí el maestro cobró una especial afición por escribir versos con metro y con rima, con formas estróficas fijas y recurrentes. Desde primero y segundo de primería, García había tenido una maestra, Francisca Siller Soto, condiscípula en la Benemérita Normal de Coahuila de la señora Diana Galindo de Castilla, y quien tenía una biblioteca bastante nutrida en su casa.
Cuando la profesora se dio cuenta de la afición de su pequeño alumno por la lectura, lo invitó a comer a su casa y le prestó sus libros. Hasta allí estaba bien de formalismos. Era necesario que el maestro Alfredo García se desnudara un poquito más y me hablara, por decir algo, de sus amoríos de infancia.
Como dijo aquél alcalde (Ismael Aguirre Rodríguez, edil de Nadadores), nunca he sido ni zoofílico ni gay, soltó riendo el maestro.
- Cuéntame de tu primera novia
- ¿Platónica o real?
- Real
- Mmmm, déjame acordarme. Fue empezando Letras. Había habido intentos, muchos intentos con condiscípulas que te decían un día que sí y después que no, pero Sí, de hecho en sexto de primaria tuve una novia, en sexto, sí, año en que inicia el sexo. Por cierto muy guapa la muchacha, porque como era mayor que nosotros, era repetidora, no sé, entonces ¡tenía un cuerpazo! Para los niños que éramos, era una muchacha como de 14 años, casi una mujer hecha y derecha.
- ¿Cómo hiciste para conquistarla?
- Le escribí unos poemas, los poemas siempre les gustan a las mujeres Fueron mis años de audacia. Lo cierto es que por aquellos días el maestro se había hecho de una fama inusitada entre las chicas de la primaria, después que hubo ganado un concurso de poesía organizado por la entonces Secretaría de Educación Pública, en la zona a la que pertenecía su escuela.
Era junio de 1977:
Lo malo del asunto fue que el concurso tuvo lugar por abril, entonces disfruté mi fama sólo dos meses, porque luego (ríe), terminamos el ciclo escolar. Aquella muchacha fue mi novia en el último mes de la primaria, que es el más feliz de todos, que es cuando te dedicas únicamente a ensayar la Marcha Triunfal de Aída. Entonces fue un mes de ocio y de aventuras amorosas. Fue un mes histórico (ríe). De los meses más intensos en mi vida.
Las aulas de la Escuela Secundaria Tecnológica Industrial No. 110 de Saltillo, presenciaron después el ascenso del maestro García Valdez en las cumbres de la poesía.
- ¿Sobre qué escribías?
- Eran muchos poemas de amor, porque empieza la pubertad y empieza la inquietud por las mujeres. Esas inquietudes llevaron al maestro a ganar esta vez un premio estatal de poesía, en un concurso organizado por el sistema federal de secundarias tecnológicas.
LARGO CAMINO A DONDE MISMO
A la par, el maestro había empezado a cultivar la pasión de hacer largas caminatas y recorrer en bicicleta la ciudad entera.
Era el Saltillo de la época de los setentas, un Saltillo pequeño, la mitad de lo que es hoy.
A la vuelta de la vida, a sus 13 años de edad, el maestro era ya un escritor prolífico que llenaba cajas y cajas con cuadernos de raya, repletos desde la primera hasta la última página, de ensayos literarios y poemas, que se fueron acumulando en un rincón del desván en la casa de sus padres. Apenas había ingresado en el Ateneo Fuente, el maestro tenía 16 años, y ya era editorialista de planta del extinto periódico El Coahuilense, así como de El Heraldo de Saltillo.
Sus calificaciones, desde la primaria hasta profesional, habían sido de 9 y 10, siempre.
Y en preparatoria se graduó con un promedio de 9.6, uno de los tres o cuatro más altos, en una población de más de mil 500 alumnos del Ateneo Fuente.
- ¿Cómo fueron tus días de ateneísta?
- El nivel era muy bueno, daban clases de calidad. Había muchachas guapas en abundancia, en abundancia, sí. Eran grupos de 50 alumnos y hasta más, de los cuales la mitad eran mujeres. Entonces había muchísimas mujeres y donde abundan las mujeres abunda la belleza, porque por cada cinco, hay por lo menos una guapa.
En 1982 el periódico Vanguardia abrió sus páginas a la publicación de sus poemas en prosa y sus artículos de opinión sobre política internacional.
Quehacer que el maestro alternó con sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAC.
Escribía sobre política internacional, porque de política local no sabía nada ni entendía nada. Como leía mucho y era aficionado a los libros de historia, entonces asuntos como la guerra entre Israel y los palestinos los comprendía yo muy bien, por los antecedentes históricos que yo tenía. Casi nadie en Saltillo entendía los episodios mundiales de este tipo, no sabían de qué se trataba, yo sí sabía.
En cambio de lo local no entendía nada.
Cuatro años después, el maestro se adentraría en los laberintos de la inmensa y desconocida ciudad de México.
Había partido con la intención de terminar en la UNAM sus estudios de letras españolas y de publicar sus escritos (poemas, crónicas, artículos, reseñas de libros y ensayos) en periódicos y revistas de circulación nacional.
Como para proyectar un poco la vocación y la profesión en un lugar de más resonancia. En ese tiempo los periódicos de México circulaban en todo el país, entonces era importante colaborar en ellos, te daba a conocer en todos lados, además que te paga ban muy bien.
Allá consiguió un empleo como analista de información en el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática y más tarde en el Fondo de Cultura Económica, como editor freelance y después como editor institucional categoría B.
La trabas burocráticas impidieron que el maestro pudiera ingresa a la Universidad Nacional y terminar sus estudios de literatura, en cambio sus escritos, reseñas de libros y artículos de opinión, empezaron a aparecer de manera profusa en los periódicos Uno más Uno, la Jornada Semanal y la revista Vuelta.
Fue cuando lo de su encuentro con Octavio Paz, el Nobel mexicano, un día en que el maestro Alfredo caminaba por el Paseo de la Reforma y se atrevió a subir a su piso y tocar a su puerta.
Fue la primera y la última vez que lo vio de tan cerca.
Lo vi en varias ocasiones, en presentaciones de libros y en Vuelta, como yo iba y entregaba artículos, él iba también pero no seguido, no estaba ahí de manera permanente. A mí me tocó una etapa en la que Paz ya era un autor consagrado, un autor consagradísimo, entonces ya era más inaccesible. Verlo era como saludar al presidente de la República. Después le dieron el Nobel y ya era imposible verlo, la gente hacía cita con él con varios días de anticipación y solamente recibía a muy pocas personas.
EL ASCENSOR DE LA RESACA CUENTANOS de tus días por la capital
- Recuerdo que en la colonia Doctores había vecindarios enteros habitados por muchachas que bailaban por dinero y por porteros de burdeles. En una ocasión pasé una noche en uno de esos vecindarios, fue muy loco, muy divertido. Un chofer del INEGI vivía allí, uno de los choferes del doctor Rogelio Montemayor, entonces director del Instituto, y quien posteriormente sería gobernador de Coahuila. Entonces me invitó a agarrar la parranda por esos rumbos, en una época en que el doctor y yo éramos los únicos que llegábamos a las once de la mañana al edificio del INEGI, bien crudos. En varias ocasiones nos encontramos en el elevador vacío y nos miramos fijamente, con los ojos muy rojos. Así pues, el chofer y yo nos fuimos de ronda por salones de baile, ese viernes por la noche, a bares y burdeles y acabamos en esa vecindad, donde él vivía, y que estaba habitada por puras muchachas del talón. Un ambiente muy interesante, porque eran muchachas hijas de prostitutas y nietas de prostitutas, muy guapas, muy espontáneas, nada asombradas.
Las prostitutas viejas se dedicaban a vender dulces afuera de los burdeles, mientras las hijas y las nietas hacían el trabajo más divertido. Ese día amanecimos tomando y bajamos al patio a lavarnos la cara o algo así, entre muchachas muy guapas que lavaban ropa sin espantarse, trastos de cocina sin asustarse de nada.
Entonces a mí me subió la temperatura y se metió la emoción al cuerpo con su relato, y le insistí al maestro.